VIVIR EN LOS MÁRGENES

Vivir en los márgenes

Marta Lezcano Vega


Recuerdo el Son Espanyolet a la hora del recreo. En el centro del patio Dani, Alberto, Vicente, José Miguel, Rubén, Sebas y otros tantos niños de otras clases jugaban al fútbol con una pelota irregular hecha con los restos de un papel de aluminio que hasta hacía poco había servido de envoltorio de bocatas de sobrasada o de queso. Las orillas, por su parte, no estaban vacías; en ellas había siempre algún niño solitario —quizá dos— que caminaba cabizbajo y comía su bocadillo en silencio. Este espacio marginal, sin embargo, no lo ocupaba sólo él, montones de niñas nos apiñábamos en las zonas no ocupadas por los futbolistas para jugar al Stop, a la comba o para preparar una coreografía de la nueva canción de turno de las Spice Girls.

Trasladada mi posición de protagonista al de espectadora, he podido encontrar este escenario escolar muchísimas veces, también al otro lado del charco. Y es que esta relación entre centro y periferia que se encuentra en el recreo parece la versión micro de lo que existe en nuestras calles, en todas las calles. Vivimos entre márgenes. Cuando paseamos por cualquier acera, los coches y la carretera no son más que un bulto que vemos por el rabillo del ojo; si, por el contrario, nos movemos por el medio de esta última, las aceras son los bordes molestos que obstruyen las ansias de conducir a nuestras anchas por la calzada. Nos sentimos el centro de un mundo donde apenas nos importa mirar a los lados.

Pero más allá de esta ilusión posmoderna que configura un espacio de centros infinitos, donde cada cual es centro o periferia en relación a un marco de referencia mudable, la realidad es que la calle —así como el patio del colegio— tiene establecida una estructura dicotómica mucho más rígida.

Un margen callejero mucho más marginal que cualquier otro (pues funciona como margen de los márgenes) es el hueco fronterizo que se encuentra entre la carretera y la acera; el lugar donde se instalan los contenedores de basura. En ellos hay objetos que llevaban tiempo ocupando los rincones de una casa cualquiera y peladuras de patata que se iban dejando a un lado de la encimera. También, los contenedores cercanos a los mercados se rellenan con alimentos que han quedado fuera de la cadena comercial. Pero poco tiempo permanecen estos alimentos allí. Al llegar la noche adquieren una vitalidad que bien pudiera parecer un corto de Svankmajer. Incontables manos cogen, inspeccionan, tocan, aplastan, guardan y tiran los comestibles feos que el centro ha desterrado. Esas manos, además, no son manos de cualquiera, son manos de personas que también han sido relegadas del centro, personas que habitan en los márgenes. Sus vidas no son más que meras glosas que encorsetan el texto principal.

Otro margen rígido de la calle son los extremos de las aceras. Las esquinas son la zona reservada para las colchas y cartones de la gente que duerme en ellos; también es el lugar de mendicantes. Las orillas de una calle cualquiera se cubren de sábanas blancas repletas de gafas de sol, de camisetas del Atleti y de cualquier otra cosa salvo de unos papeles que aseguren al vendedor que puede vivir en Madrid. Cada uno de estos elementos callejeros son notas al pie, llamadas de atención que incomodan al peatón ordinario al que no le apetece poner la vista en ellas. Como las cacas de perro. Son los latosos obstáculos que dificultan el camino al sencillo ciudadano de Madrid que quiere visitar El Corte Inglés. Las aceras amplían sus márgenes y estrechan el centro. El relato se vuelve demasiado tortuoso como para poder seguirlo.

Y resulta que el texto principal se siente cómodo cuando está limpio de glosas y de notas; no quiere compartir su espacio con nadie y practica jugarretas para evitar que los márgenes alcancen protagonismos. Parece que la parte central no se da cuenta de que es precisamente su argumento el que obliga a que haya márgenes repletos de líneas. Cuando el argumento es tan complejo, tramposo y ambiguo, surgen ineludiblemente anexos. He aquí la letra pequeña del estado de bienestar. Porque hay relatos que son una farsa, donde la reinserción consiste en seguir viviendo en los márgenes, pues hay tanto margen que apenas existe el centro. Y de un relato así, tan lleno de glosas, notas y tachones, surgen respuestas como el 15-M. Y las que nos quedan.

No se preocupe, estimado ciudadano, estoy segura de que algún día podrá pasearse tranquilamente por su barrio. Tan sólo hace falta pulir el argumento.

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