RECORRIDO MUSICAL POR LAS CALLES DE MADRID

Recorrido musical por las calles de Madrid

Esta maldita ciudad es una gran pocilga, pero a veces mola

Pandorita


No sé cuál será el secreto que nos trae hasta aquí. Quizá sea que para muchos es el lugar de nacimiento y que el resto sean unos locos en busca de unas oportunidades de trabajo inexistentes en sus lugares de origen. Y bueno, para algunos es que «ha muerto el silencio en las calles de Madrid».

Y sí que ha muerto, sobre todo en el centro a ciertas horas de la noche y gracias a algún centenar de jóvenes ―y no tan jóvenes― empeñados en alegrar las noches con sus folclóricos botellones y cánticos rituales a la luz de la luna. Los vecinos, agradecidos por la ofrendas, pero no queriendo inmiscuirse en los asuntos de la juventud, cierran sus ventanas ―y contraventanas― y se van a dormir con la conciencia tranquila después de un par de llamaditas de rigor a la Benemérita.

Pero en verano es otra cosa. Y más teniendo en cuenta los cuarenta grados en agosto y la ausencia de aire respirable. Y es que siempre tendremos complejo de «No-Playa», y tendremos que elegir entre asarnos de calor o comernos kilométricos atascos para poder llegar a algún multitudinario destino turístico en el que hacer la cuenta atrás de los días que quedan para volver al trabajo de siempre. Las vecinas que llaman a la policía por las noches, esperemos que sean de las primeras.

Pero Madrid no es solo una ciudad de fiesta, es una ciudad de cultura, de grandes parques y de plazas. Puedes darte un paseo por el alter ego vegano del Zoo y contemplar la estatua del jardín botánico justo antes de irte a mirar por fuera el prohibitivo café Gijón, en el que te encantaría haber pasado las horas hace sesenta años, así como observar las hordas de turistas entrando al Museo del Prado, mientras buscas  con tu móvil de última generación cuándo poder ir a ver alguna exposición y que sea gratis ―que esté bien y eso, pues ya tal―.

La ciudad de las mil cuestas y de los trayectos eternos. ¿Quién no se ha encontrado alguna vez en la plaza de Lavapiés tomando aire porque ha quedado en la plaza del Dos de Mayo? ¿Quién no se lo ha tomado de entrenamiento para escalar el Everest? Cuenta la leyenda que los domingos por la mañana ―cuando todo el mundo está distraído yendo al rastro― es común encontrarse con un club de ciclismo entrenándose para el ascenso al Tourmalet y petarlo en el Tour de Francia.

Como ejes neurálgicos distribuidores Sol y Cibeles.

Cibeles o las horas eternas. Las horas eternas esperando búhos, desde que los «L» desaparecieron convirtiendo la plaza de la diosa del carro y los leones en un limbo de esperas y encuentros, de amistades que duran lo mismo que el tiempo de espera.

Mientras, Sol y su Kilómetro 0, de donde surgen todas las carreteras, pero que los «gatos» vemos como el centro de todo. Kilómetro 0 de desacuerdos y de fraternidad y durante los días de entre semana, campo de batalla entre doras exploradoras y bobs esponjas bajo el inevitable objetivo del visitante temporal medio japonés.

El metro, ese bien preciado que solo poseen las ciudades más grandes y que te permite a partes iguales odiar y amar al género humano. Odiarlo el noventa por ciento del tiempo, amarlo cuando te ceden un asiento y te llaman «señora» (joder, que no llego a los treinta). Vamos, casi odiar a la gente todo el rato. Es ese lugar inevitable que te gustaría poder soslayar, pero porque te niegas a tragarte una hora de atasco en el autobús, lo usas.

Ese lugar maravilloso en el que tu zona de confort se reduce a distancias infinitesimales, y tu sentido de la limpieza desaparece mientras tratas de no pensar en toda esa gente que a lo largo del día se habrá agarrado a esa barra amarilla y resbalosa con la que tratas de mantener el equilibrio, deseando que llegue pronto el trasbordo. Donde te bajes es cosa tuya.

Aun así no deja de ser un lugar de confluencia, donde hacer como que no has visto a ciertos «amigos», imaginarte la vida del tipo que se sienta delante de ti o donde acosar con la mirada a algún jamelgo con cara de «venga invítame a tomar algo en la próxima parada».

Los barrios son esos ejes que conectan la ciudad intercambiando a los transeúntes, pero marcándolos por la ubicación de sus moradas. No es lo mismo vivir en el Lavapiés que en el barrio de Salamanca, y mucho menos que vivir en Pan Bendito. Aunque haya símbolos de la ciudad que se nos queden muy al norte y en los que nos sintamos reflejados (muy a nuestra costa).

La dicotomía entre el centro de la ciudad y la periferia se marca más cuando cruzas el  antaño apestoso río Manzanares, y te adentras en los barrios del sur. Barrios que han cambiado mucho en los últimos años, ya dejaron de ser cunas de la droga, lugares donde se perdieron cientos de jóvenes mientras sonaba Alaska por las radios. Pero no está aún perdido el espíritu de cohesión y de lucha en común propia de los lugares habitados por esos obreros a los que nunca les salió nada bien.

El barrio se lleva por bandera. No se puede no estar orgulloso de tu barrio, y la respuesta a la pregunta «¿De dónde eres?» suele solucionarse con un sencillo «Soy de Vallekas», «de Usera», «de la Prospe» o «de Karabanchel», con un orgullo indoblegable, que nos mata de envidia a los que nos criamos en los pueblos de la periferia.

Vamos, cada uno tendrá su rincón favorito. Ya sea esa plaza por Chueca, ese bar librería oculta cerca de Callao, esa entrada de coches que te trae tan buenos recuerdos de aquella noche, la Plaza Mayor ―no, por favor, espero que a nadie le guste sentirse extranjero en su ciudad―, el árbol bajo el que te gusta sentarte a ver a los turistas remar en el Retiro o esa terracita en el paseo marítimo de Argumosa.

Pero en sí, Madrid es una ciudad que amamos y odiamos a partes iguales. Ciudad infestada de turistas y ratas, lugar de acampe de la clase política y contaminación, de fuentes que no funcionan, de coches pitando, de ambulancias a toda hostia, de vecinos pesados y de camiones de basuras despertadores. Pero aun así nos gusta, ¿no?

El sol es una estufa de butano, la vida un metro a punto de partir, y aunque los pájaros no visiten al psiquiatra ―por mucha falta que les haga―, y ya no queden jeringuillas en los lavabos, Madrid sigue teniendo su olor especial a rebeldía y hedonismo, a museos y ateneos, a postureo y posturetas. Madrid sigue siendo, por mucho que nos pese ―y aun más a los madrileños―, el centro del mundo, y todo lo que hay afuera son provincias.

Así que, tú, (Oh, sí, tú) provinciana que me estás leyendo, cuando vengas a Madrid, morena mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés.

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