No es nuestra (aún), pero hace magia con nosotras
María Montero
«La calle y la noche también son nuestras» es uno de los lemas más clásicos en las protestas feministas; con esta afirmación reclamamos nuestra presencia libre de opresiones en los espacios que se dicen públicos. Es un lema subversivo, claro, porque recuerda que las mujeres (nuestros cuerpos, nuestras realidades, nuestras reivindicaciones) han sido expulsadas de las calles, de las plazas, de los parques y de los estadios de fútbol, y han sido confinadas entre las paredes de un espacio privado que existe como tal porque ellos así lo han teorizado.
Hay una escena de película, un lugar común a muchas historias que siempre me hace reflexionar sobre qué significa para mí la calle. Os pongo en situación: INTERIOR-NOCHE. Un hombre agobiado —por una discusión, un trabajo, el peso de la existencia… lo mismo da— abandona la estancia de un portazo mientras dice: «Voy a darme un paseo y así me despejo».

Esta escena pertenece, según mi criterio, a la ciencia ficción; a mí la calle se me asemeja más a un ring que a un refugio. No ocurre siempre, claro, no pasa si paseo a mi perra (que me iguala en peso) ni cuando voy con amigos, y tampoco, batallas mediante, cuando acompaño y me acompañan amigas.
La calle me transforma, según las ganas que tenga de enfrentarla. Si estoy desganada, pierdo de vista la línea del horizonte de tanto mirarme los pies. A menudo (y más los días que el mundo me viene perteneciendo) la camino con la rapidez de la mala hostia, del «dime algo y verás qué ocurre». Si voy sola, ni me arropa, ni me relaja, ni me despeja. Me come o me la como, pero siempre es una pelea.
Reflexionando al respecto me he dado cuenta de que la calle no es sólo el espacio en el que (mal)respiro mi ciudad, no es sólo el intervalo entre un lugar y otro; no es únicamente un lugar bipolar, que añoro y no disfruto, que se transforma cuando estoy en colectivo y se deforma cuando no lo estoy. La calle es mucho más, la calle es oscura (o no) y alberga horrores.
Parafrasear a la Mujer Roja —esa figura que sin renunciar (más bien al contrario) a su sexualidad es temida y respetada en todos los espacios masculinizados—no es fruto de la casualidad, y es que he descubierto que la calle produce extraños fenómenos (¿magia?) en nosotras.
Tengo ejemplos.
La calle subvierte las leyes matemáticas. De esta forma, cuando dos mujeres (o más) van juntas por la vía pública, un fenómeno extraño provoca que se piense que «van solas». Esto no ocurre con la combinación hombre-mujer, ni con la combinación hombre-hombre.
Nos convierte en dianas pero también nos vuelve invisibles. Cuando nuestros cuerpos son jóvenes y cercanos al modelo heteronormativo, somos a menudo el blanco de las miradas del otro, de ese otro que nos mira (y a veces califica y toca) cual objeto, véase los hombres.
Sin embargo, cuando nuestros cuerpos dejan de ser funcionales como objetos sexuales, nos hacemos viejas o nos falta una pierna y largos etcéteras, ganamos una capa de invisibilidad, una vez que no podemos ser cosificadas somos eliminadas.
La calle también tiene un efecto conversor, transforma la materia. Dos muestras:
1. Te cambia de curro más rápido que el mercado laboral (y ya es decir). De esta forma cuando la transitas por la noche puedes pasar de ser periodista, cajera, deportista, abogada, médico a… puta. Puta, o la categoría en la que se introduce a todas las que no encajan en los moldes patriarcales. Receta para no encajar: mezclas un poco de autonomía, una pizca de sentirte persona y añades disfrutar del ocio pasada la hora de la cena. Cuando las putas se reapropien del término, el machismo buscará un equivalente, hasta ahora este clásico sigue vigente.
2. Te convierte en sapo cuando has sido princesa. Véase una mujer joven a la que gritan en un paso de cebra «guapa», «linda», «qué buena estás». Cuando esa mujer contesta un «gilipollas», o simplemente no contesta, rápidamente pasa a ser «fea, más que fea», «feto» y (otro clásico) «malfollada».
Obsérvese que en ambos casos el hecho de que la mujer no cumpla con su mandato de género, sonreír y contentar al macho, es lo que motiva los ataques. Y es que la calle es uno de esos lugares donde el machismo no ha dado paso al postmachismo y el patriarcado se muestra sin sutilezas.
El mismo mandato de género que provocó que un hombre jubilado me parase para obligarme a sonreír (obligación que se extiende a cajeras, políticas y todas las mujeres que habitan los espacios públicos, no así a sus compañeros) porque… ¡qué mundo es ese en el que las mujeres no son objetos complacientes!
La calle también nos convierte en agentes especiales. Qué son los GEOS comparados con generaciones y generaciones de mujeres aleccionadas por otras mujeres para vivir alerta, revisando las esquinas, escuchando a los potenciales agresores, apretando las llaves en el puño por si hay que hacer un poco el ninja camino al portal.
Y se dirá: «no todas las calles», «no todos los barrios», «no a todas horas»… (una versión del «no todos los hombres»). Pero sí, aunque hay espacios más hostiles que otros, la calle es un espacio de anonimato donde los comportamientos machistas se legitiman, desde el barrio de Salamanca (con sus aceras repletas de carteles con mujeres cosificadas como reclamo comercial) hasta el de Lavapiés.
Además, debemos entender la calle como el ejemplo de un espacio público que se extiende al transporte público, donde hay que lidiar con las «obligaciones» como cuidadoras (una persona necesita sentarse: mirad quiénes se mueven) o el despatarre masculino (manspreading), pero también a la política o al hablar en público, realidades donde la mujer ha sido históricamente marginada.

Con todo, las mujeres hemos transitado los espacios públicos desempeñando trabajos feminizados —en los ámbitos productivo y reproductivo, dicotómicos precisamente porque surgen de la oposición de los espacios público y privado— y en no pocos casos, la presencia de la mujer en fuentes, mercados y fábricas ha sido erotizada —reducidas a objetos sexuales— o ha simbolizado el peligro. Ejemplos abundan, desde las cigarreras de ojos negros inmortalizadas en Carmen hasta las femmes fatales de Hollywood, pasando por hadas y brujas populares. Las mujeres con agencia han sido a menudo sexualizadas y objetualizadas por la cultura imperante.
Ellas entonces y nosotras ahora demostramos la hostilidad de un espacio del que se nos ha apartado, pero también que el problema no es la calle, sino la calle de los ataques impunes, la que evidencia el poder patriarcal. Hoy seguimos reapropiándonos de un mundo que también nos pertenece. Lo hacemos caminando con la cabeza alta, contestando a los ataques y empoderándonos, aunque sigamos teniendo temores.
Y es que no hay magias que valgan contra nosotras, la magia nos pertenece. Pues, como reza otro lema: «seguimos siendo las nietas de las brujas que no pudisteis quemar».