Mujer en escaparate con cámara
Lucía Meser
«Tenemos que dejar sitio a los demás. Esto es una rueda, te subes y llegas al final, alguien más tiene tu misma oportunidad y ocupa tu lugar, hasta el final, una vez más, siempre igual. Nada nuevo bajo el sol»
Vivian Maier
Una anciana resbala en invierno de 2008 debido al hielo de la acera. Cuatro meses después muere en una residencia de ancianos de Chicago, donde había vivido prácticamente toda su vida. Podríamos dejar aquí la cosa, poner un punto y pasar a elogiar a hombres ilustres. Es tan sólo una vida más, desconocida en la mayoría de sus aspectos y terminada de una manera si no previsible tampoco inusual. Es la muerte de Vivian Maier. Pero su vida fue mucho más. Porque Vivian Maier es una de las fotógrafas de calle más impresionantes y conmovedoras que probablemente hayan existido aunque, como veremos, podría haber muchas más.
Nada hacía sospechar que esta señora, que nació en Francia en los 20 para posteriormente emigrar a los EEUU debido al peligro que suponía ser judía en un continente que estaba preparándose para su masacre, estuviera destinada a ser nada más que una señora. Su tiempo, la sociedad y toda su fuerza le tenían reservada a una mente tan inquieta un destino más bien gris, una cárcel en la que lo ideal era que no se hiciese preguntas y que se conformase. Y eso es en apariencia lo que hizo.
Vivió toda su vida en Chicago donde por cuarenta años se dedicó a cuidar de los hijos y las hijas de la gente con dinero. Estaba interna en casa de estas personas de quienes recibía un sueldo por pasear carritos, hacer recados, llevar a los niños al colegio e ir a parques. Todo apunta a que en otro entorno quizás hubiera sido diferente pero no aquí.
Pero fue precisamente este oficio suyo que le obligaba a pasar mucho tiempo en la calle el que le proporcionó al mismo tiempo la oportunidad de escapar mentalmente de una prisión que aparentemente no tenía grietas. Armada permanentemente con una cámara mientras paseaba a los niños, tomaba fotografías como quien necesita documentar una realidad callejera e instantánea que se muestra sólo para sus iguales: las hijas de la ciudad, sus pobladores perpetuos.
Mozos de reparto, amas de casa, desocupados varios, pero siempre ocupados en sus vidas imparables y absurdas como las de la propia Vivian, paradas en un momento inútil que para toda la posteridad de quienes miramos adquiere la fuerza de tener que resumir un todo en un momento sin sentido.
Caras y más caras paralizadas, sorprendidas, enfadadas, ausentes, tomadas en un momento improvisado por una señora que cada poco tiempo se paraba en un escaparate y se fotografiaba a ella misma como sabedora de que llegaría el momento en que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad querría verla. Una cara, por lo demás, como la mayoría de las que se ven en las ciudades de este siglo y del anterior: más bien triste, con cierto halo de aburrimiento que quizá no fuera más que soledad o incomprensión ante la rapidez y el sinsentido generalizado.
Calles y calles de ciudades del este y del medio oeste en los 40, en los 50 y en los 60, mientras Truman aprobaba las locuras de un senador de Wisconsin, las estrellas de Hollywood se divorciaban y asistían a premieres cargadas de cócteles y cigarrillos sin filtros, mientras a Kennedy le pegaban un tiro en Dallas, la vida seguía parecida a lo que había sido siempre. Trabajos penosos, niños sucios, tensión racial y viejas y viejos con cara de no comprender nada.
Así pasó la vida Vivian Maier: agarrada a una cámara y andando por las calles en busca de algo que le llamase la atención. Quienes miramos ahora estos cientos de fotografías, este archivo visual de una vida común, no podemos decir en ocasiones qué fue lo que llamó la atención de la fotógrafa: sería la sorpresa de esa chica, la aparente composición de quienes pasan mientras dos oficinistas se dan el lote a las puertas del curro, las niñas que juegan en un sitio terriblemente feo, que parecen jugar por trámite aunque su diversión sea real. Y, en el fondo, ¿qué más da qué fuera? ¿No son así todos nuestros días, toda nuestra vida banal y, sin embargo tan importante resumida en un flashazo y un clic de una mujer a la que no hemos conocido nunca?
Y así, día tras día y año tras año llenados con lo que parece una insistencia de imágenes cotidianas, así hasta llenar cajas y cajas de negativos que fueron descubiertas por azar después de su muerte, hasta que un crítico fotográfico reparó en la calidad de la mayoría de las instantáneas que estaban destinadas a la quema o a acabar en un contenedor de basura; negándole así su porcioncita de posteridad a los cientos y cientos de mujeres, hombres y vidas que aparecen en ellos durante un momento.
Esta mujer, que combatió lo que quizás fue una existencia opresiva o poco feliz ―aunque no tiene que ser necesariamente así― a fuerza de hacer tantas fotos que ni siquiera se podía permitir económicamente revelarlas todas, constituye uno de los ejemplos más interesantes de lo que podríamos llamar tozudez documental de todo un tiempo y, lo que es más importante aún, del valor necesario de las personas sencillas y de los lugares acostumbrados de la ciudad.
Y, a esto se le puede sumar una consideración más, y es que en las fotos de Vivian Maier hay arte. Siempre es una reflexión complicada la que trata sobre qué es objetivable como sujeto artístico. En este caso lo que da esa categoría ―que por otra parte no es mejor que otras― es la capacidad repetida una y mil veces y alguna más de recoger la realidad en sus más ínfimas realizaciones y realidades, la capacidad, en fin, de hallar en la verdad belleza de una manera concomitante e inseparable. La calle es la misma y las personas en el fondo, también.