¿MÁS MODERNO QUE UN BAR DE VIEJOS?

¿Más moderno que un bar de viejos?

Porpocoyo


Algunos todavía intentan tímidamente colocarles el eufemismo inútil e innecesario de «tascas castizas». No los necesitan, nos gustan los bares de viejo. Seguro que tú, provinciano emigrado, todavía recuerdas acompañar al abuelo los domingos a tomarse sus chatos en Ca Manolo. Recordarás aún ese olor a puro y fritanga, olor ya pasado a la historia de otra España, cuya esencia impregnaba las esquinas de las paredes de gotelé blanco con brillo anaranjado que vieron pasar generaciones.

 

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Entre el vocerío, un grupo de jubilados pide silencio mientras se juegan los garbanzos entre carajillo y carajillo. Entre tazas de café y colillas de cigarro quedan platos con los restos de la carrillada, plato principal del menú del día. De fondo, pasodobles de la corrida de toros dominical que emite el canal regional. Y a falta de toros siempre estaba Radiolé. Te ponías morado a panceta y el abuelo colorado a chatos. La mezcla funcionaba en los bares de viejo: el referente cultural de la España de otra época que resiste a pasarse de moda.

Los nuevos tiempos llegaron con exigencias que muchos taberneros no supieron cómo incorporar a sus tascas de barrio. Y es que una tortilla de veinticuatro huevos no se puede servir en un plato cuadrado. Nuevos conceptos como brunch o after work pillaron en bragas a una generación que no había pasado de las clases de inglés de Gomaespuma, y mientras la happy hour del gin-tonic calaba, muchos se olvidaron de la ración de oreja de Casa Pepe. Aún quedan lugares escondidos en el centro de la capital, pequeños oasis de resistencia que, ya sea por su localización, comida o precio, son las joyas indiscutibles del barrio. Bares heredados generacionalmente, donde ahora son los nietos de los abuelos colorados los que dejan caer su codo sobre la barra.

Para entender por qué El Palentino tuvo que contratar un segurata hay que adentrarse en la psique del joven moderno. En un mundo donde incluso ver una serie en versión original se considera mainstream, donde el joven hipster fue desterrado de los festivales veraniegos; los medios de expresión del moderneo madrileño han pasado por sus horas más bajas. De ahí el que desde hace ya un lustro empiece a acuñarse el término de la «retrovintagefilia», una especie de parafilia por sentirse desubicado en un hábitat que se desconoce, una perversión controlada de voyerismo por los bocatas de lomo medio quemados o las tortillas resecas de expositor. Como un observador internacional en territorio bélico, como un niño en la granja escuela. El snobismo cultural cierra el círculo y vuelve a sus orígenes. Y es que, ¿hay algo más moderno hoy en día que un bar de viejos?

Es por ello que voy hacia a uno de estos bares del centro, de decoración apenas modificada en cuarenta años, a hacer de observador de campo y, por qué no, echar la tarde a base de cafés y cañas bien tiradas entre manolos y «oidococinas».

Nada más entrar, un señor cosido a la barra me dedica una mirada desafiante que dice: «Este no es tu sitio, hijo». La película dominical de la 1 tiene embebidos a los parroquianos que han colocado las mesas a modo de salón de cine. Sinceramente, esta postal no invita demasiado a entrar. El deber llamaba, así que pido un café y me siento a observar. El silencio de un bar de viejos un domingo por la tarde, sólo roto por el tintineo de monedas cayendo y el «avance» de la máquina tragaperras del fondo de la sala. «El señor de las tragaperras», parte indispensable del mobiliario de todo bar de barrio que se precie, aporrea las teclas. La inmigración china está acabando con la especie ibérica y cada día es más difícil ver aquellas medias melenas engominadas con chaquetas de pana gastándose los lereles. Aprovechando un receso que hace al baño, una señora de tupidas calzas se levanta y se aproxima a la máquina con moneda en mano, mientras busca el contacto visual con cada persona de la sala, repitiendo hasta la extenuación que «son sólo cincuenta céntimos», no vayamos a pensar que en aquella micro España vintage a una mujer le puede gustar apostar. Eso sí, ver a esta misma señora golpear la máquina y llamarla «hija de puta» fue delicioso. El trabajo de campo funciona.

Una foto firmada del torero «Paquirri» cuelga de la pared, junto con un póster de la selección del 97 del Atlético de Madrid. El azulejo pintado me confirma que las cosas no han cambiado por aquí, pese a que pintaron el gotelé con un tono amarillo crema parecido al de la camisa del camarero.

Pago la cuenta sin poder evitar sentirme un tanto nostálgico. Llegarán las cañas de la tarde y el suelo se llenará de huesos de aceituna y cabezas de langostino. El mismo palillo que sirve de mondadientes del camarero servirá para servir las patatas bravas de las raciones. Caerá la luz y se llenará de jóvenes este reducto de esa España del éxodo rural.

El nuevo milenio mató al Frigopie y trajo la invasión de los platos cuadrados, como reza este corto documental de David Álvarez e Ivar Muñoz-Rojas. Pero no es tiempo para lamentarse. La próxima vez que la morriña o el hambre nos llamen, salgamos a la calle y busquemos nuestro bar de viejos más cercano. Manolo y su bocadillo de panceta nos están esperando.

 

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