MAMÁ, QUIERO SER HARDBOILED

Mamá, quiero ser hardboiled

 Marina Solís de Ovando Donoso


En cierto pasaje de sus Memorias de una joven formal, Simone de Beauvoir hace la siguiente reflexión: «En conjunto, las enjutas riquezas de mi existencia de ciudadana no podían rivalizar con las que encerraban los libros». Creo que la sentencia encierra un matiz muy interesante: pues, más allá de la apreciación de esa magia indiscutible que transmiten los libros, las palabras de la filósofa me hacen pensar en todas las veces en que libros y películas han mostrado imágenes magníficas con las que resultaba muy complicado identificarse no sólo por su distancia de la realidad «en general», sino (una vez más) debido a esa injusticia sideral de ser una mujer. Es el caso, por ejemplo, de los héroes de la épica fantástica, que recorrían territorios llenos de monstruos y tesoros. Para muchas, se hacía difícil meterse por completo en la piel de estos personajes, ya no sólo porque casi siempre fueran varones, sino porque a su alrededor sí había ejemplos de mujeres, pero ellas no hacían gran cosa (solamente constituían el objetivo que encontrarían cuando venciesen en sus misiones). Semejante fenómeno se daba con los piratas, cuya romántica autonomía reafirmada frente al resto del mundo parecía estar directamente relacionada con un concepto de comunidad masculina donde las mujeres sólo eran un tema de conversación, un deseo o una referencia.

Y otro caso de personajes cuyo perfil prototípico era tan masculino que parecía imposible absorberlo por completo si eras una mujer es el de los grandes protagonistas de novela negra. El hardboiled, el detective privado certero y solitario, dotado de un agudo sentido de la ironía y el cinismo, así como, claro está, de un misterioso atractivo irresistible. Desde Philipp Marlowe hasta Sam Spade, enfundados en sus gabardinas y en una oscura historia marginal empapada en whisky, los extraños antihéroes del género negro constituyen una figura deliciosa a la vez que poseedora de todos los atributos varoniles por excelencia. En el CV del hardboiled aparecen como méritos esenciales la firmeza en la toma de decisiones impulsivas, la capacidad para no hacerle asco alguno a la violencia física y, por supuesto, la elegancia heteropatriarcal más básica del mundo; esa elegancia que te permite tener una secretaria escultural fascinada contigo y desconfiar de otras hembras esculturales. Parece lógico considerar que sería completamente imposible para una mujer asumir un papel como este. Porque, al encontrarse en esa fina línea entre el bien y el mal, esa línea que lo convierte en un transgresor de la ley que persigue criminales o un imbécil con el que querrías salir de fiesta, da la irremediable sensación de que quitarle testosterona al personaje supondría arrebatarle libertad. Y aquella frustración de receptora que tantas hemos sentido al contactar con estas ficciones tenía que ver con reconocer que hay una libertad que se te prohíbe por no pertenecer a un género específico. La libertad para hacer algunas cosas que, sin duda alguna, no son demasiado interesantes si las piensas con detenimiento —pelear, reflexionar poco sobre las decisiones, anteponer un código de honor absurdo al intelecto, beber muchísimo e intoxicarte de otras múltiples maneras, darle poca importancia al trascendental hecho de morirte— pero que, al final, representan sólo eso: libertad pura y dura. La libertad de los hombres.

Como he dicho, es frustrante que hasta para la libertad se intente que seamos tan injustamente distintos. Sin embargo, la revolución se dispara también ante casi cualquier tipo de desigualdad latente en este vasto mundo; y por eso también es posible hallar féminas que hayan explorado el universo negro de la literatura, protagonizando algunas de las aventuras detectivescas más fascinantes que puedan leerse. El camino no fue fácil. La magnífica Miss Marple, —creación femenina de Agatha Christie encargada de resolver casos igual de complejos que el impecable Poirot—, ganó su importancia y su verosimilitud como motor de las historias a cambio de ser un personaje sin formación ni cualificación especializada. Su acierto a la hora de interpretar las pistas o sospechar de los perfiles correctos se arroga a una mítica intuición femenina vinculada al chismorreo y a la desconfianza de los demás, en vez de a una verdadera inteligencia fruto del método, el estudio y el exquisito cálculo de cada elemento (virtudes más propias de Poirot). Conseguir que una mujer pudiera ser valorada por sus méritos detectivescos y a la vez no ser despojada de ningún rasgo de aquella libertad genuina de la novela negra, tener pistola y ganas de arrastrarse por el alcantarillado de la moral de las ciudades, implicaba construir un nuevo modelo de hardboiled, como hizo Sue Grafton cuando dibujó a Kinsey Millhone.

Kinsey Millhone es una cínica y autodestructiva superviviente en medio del supuestamente idílico american way of life en la costa este, expolicía harta de todo y de todos. Habita el minúsculo cobertizo de un octogenario. En ningún momento parece necesario acentuar si es un bellezón de revista, pero nunca cabe duda de su atractivo. No bebe whisky —al menos, no es su costumbre— sino Chardonnay; y no come en las tabernas de hombres demacrados que parece que siempre friegan el mismo vaso, sino en el antro de Rosie, una mujer eslava que da el mismo miedo que aquellos taberneros. Kinsey se mantiene en forma gracias a sus carreras diarias por la playa, pero luego se hincha a superhamburguesas con queso para asegurarse de que en ningún caso cumple con las expectativas de la damita ideal norteamericana. Detesta maquillarse y no tiene ningún gusto para la moda. Es tan marginal y tan brillante a la hora de resolver enigmas cobrados por horas como Spade o Marlowe. Y también tiene un atormentado historial de relaciones con los hombres, siempre importantes, pero nunca fundamentales (como acostumbran a ser las mujeres cuando ellos son los protagonistas). A través de estas novelas, cuyos títulos siguen las letras del alfabeto (la serie es conocida como «el Abecedario del crimen»), Sue Grafton desafió a la bestia machista en su propio territorio, pues construyó un personaje femenino cuyo encanto reside en su escaso acuerdo con la moral establecida. Nos regaló el derecho a tener un modelo que no sea ningún ejemplo a seguir, una mujer enteramente libre de equivocarse o llevar una vida desastrosa. Demostró que también nosotras podemos disfrutar el embrujo del outsider, admirar figuras poco admirables, acceder a esa libertad callejera de los antihéroes.

Me apena profundamente que la magnífica Kinsey Millhone no exista más allá del papel. Más aún me entristece que la increíble Sue Grafton se nos muriese el año pasado, cuando sólo le quedaba una letra para completar su Abecedario criminal. Sin embargo, aunque ya ninguna comparta este mundo palpable conmigo, mi agradecimiento hacia ambas es igual de sincero que si pudiéramos vernos y tomarnos una copa juntas. Porque a ellas, como a Lisbeth Salander (con todos sus tatuajes) y a otras que por ahí vagan, dispersas y menospreciadas, les agradezco haberme dado paz en las ficciones, haberme liberado de esa imperiosa obligación que, como mujer, siento a veces de ser modélica incluso en el fango. Ellas me abrieron la puerta a aquellas aventuras que no tienen moraleja, donde pude imaginar que llevaba pistola… y nunca jamás sentirme culpable por ello.

 

 

Leave a Comment