Los penes también son cultura
Aureliana Maldía
Los museos cierran los lunes. Descanso merecido para unas salas que reciben el inagotable goteo de turistas, curiosos y apasionados el resto de días de la semana. Sin embargo, en ese séptimo día no se descansa, sino que el edificio alberga su momento de mayor efervescencia. Las galerías se llenan de conservadores, restauradores, becarios embatados, que corretean frenéticos de un lado a otro para resolver las múltiples tareas a las que el tráfico de visitantes no permite otro momento. Muchas de ellas quedan pendientes, despachadas por la mirada de un conservador apresurado. Y así pueden pasar años. En el caso del Museo del Prado, décadas, de suerte que una mala iluminación, colocación o restauración de una obra se vuelve canónica y ya nadie se atreverá jamás a remediarla. Uno de estos casos es la sistemática mutilación de los penes de las estatuas del Prado.
Más allá de las salas de pintura, el Museo del Prado también reúne una importante colección de esculturas clásicas, integrada en su mayoría por obras romanas y copias romanas de originales griegos. Ellas se yerguen majestuosas ante el espectador, quien espera recibir esa tantas veces comentada sensación de armonía, proporción y canon. Pero el ojo del espectador moderno se detiene. Ahí falta algo. Sí, ahí, a la mitad. Algo que rompe esa supuesta serenidad, algo que da al poderoso Hércules un toque gracioso y casi patético. ¿Pero por qué le han hecho eso? Las marcas del martillazo o la sierra no engañan.

Los expertos dirán que las partes más desapegadas del cuerpo (narices, brazos, manos…) son las más propensas a ser dañadas y que, por tanto, es natural la caída del miembro viril. No es tan seguro cuando sabemos que en la Antigüedad, e incluso en el Renacimiento, se tendía a esculpir los genitales de tamaño pequeño. Además, muy empinado tendría que estar para que, en bastantes ocasiones, milagrosamente sea la única parte que ha quedado dañada. No, el motivo de esto muchas veces no fue el desgaste de los siglos, sino el pudor casposo de gente de nuestro tiempo, que veía indecencia y pecado en algo admirado hasta por el más inculto clérigo de Italia del siglo XV en adelante.

La falta de información sobre este suceso es asombrosa. Pero, como siempre, podemos servirnos de sabiduría popular y rumores, que a menudo van bien encaminados. Desde el siglo XIX, que es cuando empieza la exposición pública de arte, pero sobre todo durante el franquismo, la exhibición de las vergüenzas frescas de las estatuas, por muy dioses mitológicos que fueran, era visto casi como un contumaz regodeo en la concupiscencia. Así, se procedió a la castración de algunas o, en el mejor de los casos, a poner hojitas de parra en su lugar. Quizás estos episodios no nos suenen tan lejanos, sobre todo teniendo en cuenta la reciente polémica del Vaticano, que cubrió sus estatuas para no ofender al primer ministro iraní.
Pero los productos mutilados de las esculturas no podían tirarse a la basura. Así que aun a día de hoy penes romanos, arcaicos, helenísticos, se guardan en las entrañas de los grandes almacenes del museo madrileño. Imaginemos que nuestro ajetreado conservador un día encuentra tiempo y decide poner fin a las risas adolescentes que le irritan cada día. Bajará a los almacenes, se atreverá a abrir el cajón de la vergüenza y se verá condenado a la ardua tarea de ir probando, uno a uno, cuál es de cada uno. No ponemos en duda que no se haya intentado. En algunos casos, como el Júpiter Tonante, se puede ver que alguien le ha pegado de nuevo lo que faltaba. Pero en muchas se puede ver todavía el delatador agujero. Estos dioses y héroes eunucos son hoy en día más indecentes, por lo que al motivo se refiere, que ver de vez en cuando una polla.