LEER EN LA CALLE

Leer en la calle

Pablo Rada


Con frecuencia, en las producciones de televisión o cine el marco en el que se desarrolla la historia es el de una ciudad y, más concretamente, sus calles, que sirven como gran escenario por el que se van moviendo los personajes y, en parte, definiéndose mediante la relación con su entorno. Hasta tal punto es así que en algunos casos no sabemos bien si son las y los protagonistas las que tienen unos determinados rasgos que se proyectan en la ciudad o —yo creo más bien en esta segunda opción—, es la ciudad y sus calles la que proyecta en los personajes su carácter íntimo, en términos cursis: su alma. Así, resulta que en Un tranvía llamado deseo da la impresión de que es la atmósfera calurosa y enrarecida de los pantanos de Nueva Orleans la que crea el ambiente propicio para el morbo amoroso, o que en Annie Hall es la ciudad de Nueva York la que conforma irremediablemente la neurosis y las relaciones banales y pretendidamente profundas de los personajes. Esto sólo por poner dos ejemplos de cine estadounidense bastante reconocibles y en los que la ciudad, podríamos decir, se vuelve un miembro más del reparto, cuando no el más importante.

De esta manera, gracias al visionado de estas películas (y de tantas otras) nos da la impresión de que conocemos esos lugares, que hemos podido acceder a parte de una realidad callejera, urbana y concreta también en el tiempo (por ejemplo, esto lo vemos en todo el neorrealismo italiano, marcado indudablemente por la experiencia de ciudad). Pero, ¿y ocurre esto también en los libros?

En los libros sucede igual o incluso de manera más poderosa al permitir el formato una mayor subjetividad y detenimiento en los asuntos. Vamos a conocer algunas ciudades a través de los personajes que un momento dado, en un momento real o ficcionadamente real, poblaron esos sitios y fueron, a su vez poblados por ellos.

¿Qué pensáis de Moscú? La ciudad de la Plaza Roja, del Kremlin, del Mausoleo de Lenin, los rascacielos de época soviética, del frio y las cúpulas de colores apretadas como las cebollas. Pues Moscú es todo eso, por supuesto, pero es mucho más. Estamos en los años treinta, es verano, y en los Jardines del Patriarca un señor inclasificable interrumpe la conversación que un poeta y un funcionario del ramo de espectáculos mantienen sobre la existencia de dios. Este señor, Voland, es el demonio, Belcebú, que ha llegado a Moscú con su séquito, un forzudo, una bruja, un chantre y un gato enorme y parlanchín. No quiero contaros mucho, es un libro increíble y merece la pena ser leído, pero la cosa está en la ciudad. En cómo todos estos personajes andan por Tverskaya, por Grivoyedov, por las orillas del Mosckva, y como no pueden sustraerse de esas calles que los convierten y les hacen partícipes de la locura del verano moscovita: tranvías conducidos por jóvenes komsomoles, señoras que tiran el aceite de girasol que acaban de adquirir en la cooperativa, cenas en mansiones expropiadas, ministerios enloquecidos por la presencia del demonio y callejuelas con arcos y hojas sin barrer desde las que se ve en el interior de los apartamentos comunales una vela y un icono. Se podría pensar que un ser como el diablo no puede cambiar por estar en un lugar u en otro pero es que Moscú no es cualquier lugar. Ni El maestro y Margarita es cualquier libro. Por eso, yo, que nunca he estado en Rusia ni en los años 30, siento una especial afinidad por este lugar pero solamente a través de este libro que, más allá de documentales de viajes, reportajes y películas varias, me hace sentir que conozco esa ciudad y que puedo conocer cómo piensa la gente de allí y ,cuando quiero volver, no se me ocurre coger un avión sino un libro.

Ahora conoceremos el sur, el sur profundo, el de los Estados Unidos, con tres novelistas que dan forma a una realidad que siempre se muestra fascinante: el mundo de los evangelios, los esclavos, las viejas familias venidas a nada excepto a viejas familias y toda esa especie de atmósfera onírica que se ha venido a llamar gótico sureño y que nunca deja indiferente. Para mí, que desde niño tuve inclinación por estos lugares en los que las normas y las leyes dejan paso a otro mundo, el descubrimiento de Flannery O’Connor y Eudora Welty supuso la entrada en un universo sólo atisbado en Matar a un ruiseñor o en la película La noche del cazador (por si ustedes no lo saben, de ese film sale la icónica imagen de los nudillos tatuados con “hate-love”, y los nudillos son de Robert Mitchum, nada menos). Pero a lo que íbamos, estas dos mujeres, ambas del sur, te hacen sentir que estás en ese calor agobiante y terriblemente perfumado, en esas historias donde lo odios son necesarios pero no demasiado importantes, en las carpas de predicadores ciegos cargados de miseria y medias palabras misteriosas. Tan sólo hay que repasar por encima los títulos de estas dos maestras (que se especializaron notoriamente en el relato) para verse trasladado al sur y, sobre todo,  los de Flannery O’Connor que es probablemente la escritora con mayor capacidad para encontrar un título inquietante para una obra más inquietante todavía, aquí va una prueba: Sangre sabia, Los violentos lo arrebatan y Un hombre bueno es difícil de encontrar. Todos ellos han sido sacados de citas de evangelios, de ese mundo que probablemente ya no exista (y quizás sea lo mejor) pero que no se puede dejar de leer y al que no se puede dejar de querer ir.

Robert Mitcum dando miedo

Por no irnos demasiado lejos, vamos a seguir con Nueva Orleans (supongo que como el artículo lo escribo yo, acaban apareciendo mis obsesiones). Por una calle del Barrio Francés avanza tambaleante una figura paquidérmica empujando un carrito y defendiéndose con una espada de goma de los ataques más bien imaginarios de todos los colectivos a los que odia que son, por resumir, todos. Sí con estas líneas anteriores no han adivinado de quien se trata, es que nunca lo han sabido porque el inconmensurable Ignatius Reilly es tan inolvidable como gordo y desagradable. Este ser maravillosamente creado por John Kennedy Toole en La conjura de los necios, este cachalote perpetuamente malhumorado y mezquino, acompañado de su mamá y de una plétora de personajes casi tan enloquecidos como él mismo, irá causando el caos por la Nueva Orleans de los 60 en la que se empiezan a observar los primeros síntomas de abandono industrial. Y así, tenemos los puentes y los barcos que pasan por el lago Pontchartrain, las calles y los tugurios del Barrio Francés, las avenidas de casas bajas hechas como una plantación en diminuto y rodeadas de magnolios, anacardos y de nueces pecanas, y la alienación de un tipo que usa como guía de vida la Rota fortunae de Boecio y que cada semana pide a su madre que le lleve al cine para despotricar contra los engendros televisivos en tecnicolor. Pura delicia.


 

Flannery O'Connor
Flannery O’Connor

 

Y de lo lejano a lo de cada día: Madrid. Supongo que hay infinidad de novelas que están ambientadas en Madrid y que nos llevarían a conocerla literariamente. Para mí sólo existe una: La forja de un rebelde y especialmente la primera parte de las tres en las que se divide. En gran parte autobiográfica del autor, Arturo Barea, que moriría exiliado en Inglaterra sin poder volver a las calles de Lavapiés en las que creció y en las que podemos andar con él como los hijos de la señora que lava en el río Manzanares, cuyos tíos ricos meriendan en la plaza de Ópera mientras ellos esperan fuera con los cocheros, las costureras y las mendigas. Con ellas,  por la noche, toman café con leche en las tabernas de la Calle Mesón de Paredes para ir al colegio luego en Mira el Sol o en cualquier calle igualmente familiar. Este libro, nos trae a una época y a un Madrid de pasantes, lavanderas, chicos para todo, pobreza y desigualdad, en la que se modulan los afectos y las vivencias en una escuela de calle que, curiosamente, puede resultar parecida a la nuestra si salvamos las distancias.

Por eso, yo que no he viajado, me siento enormemente afortunado de conocer todos estos lugares, de haberlo hecho en compañía de personajes tan peculiares y de poder hacerlo siempre que quiera aunque las cosas y las calles nunca más sean así o nunca lo hayan sido.


 

 

Leave a Comment