Desde Córcira: las trampas de la Unidad
Leo Moscoso
I
«No envidiamos las leyes de los vecinos. Son ellos los que envidian nuestra Constitución» (Hist. Guerr. Pelop., II: 37). «Nos atraemos la envidia de los demás, y la ciudad toda escuela de Grecia es»(II: 41). «No disputamos por lo mismo nosotros y quienes no poseen nada de esto» (II: 42). «Si la ciudad puede soportar los infortunios privados, pero los particulares no soportan las dificultades de la patria, ¿no será preciso que todos la defendamos? Que prospere la ciudad antes que sus habitantes» (II: 60).
Extraídas de varios discursos, son —según Tucídides— las palabras de Pericles a los ciudadanos de Atenas mientras llegaban los primeros cadáveres del frente contra Esparta en la Guerra del Peloponeso. Pericles estuvo al frente de una Atenas en guerra contra los lacedemonios durante los dos primeros años de una confrontación que duró veintisiete. Su prestigio quedó intacto gracias a su temprana desaparición a causa de la peste que devastó la ciudad en 429 a.C. Hoy, sin embargo, no tendríamos inconveniente alguno en calificar sus discursos fúnebres como ideológicos: mientras los soldados entregan su vida en defensa de la patria de los propietarios, los políticos tejen el discurso de la unidad. Sigue sucediendo hoy, o ¿acaso hay algo más tentador para cualquier dirigente que ponerse al frente de una nación en guerra? Si el enemigo carece de una identidad reconocida, o incluso si no existe tal enemigo, podremos hablar de la conspiración judeomasónico-comunista internacional, de la amenaza de ciertos faceless enemies, o del peligro del terrorismo yihadista internacional.
No deja de resultar sorprendente la insistencia de los políticos en que los ciudadanos no dejen de recordar periódicamente la unidad de la patria al tiempo que olvidan sus divisiones. Levantan memoriales en honor de la primera con la misma facilidad con la que construyen muros de silencio alrededor de las segundas. La tecnología la aprendimos también de los griegos: la muerte funesta aguarda a las puertas de la ciudad que ha podido desterrarla de su interior. Pro patria mori es el discurso ideológico que aflora cuando se perfila el contraste entre la guerra extranjera y la guerra civil, y entonces la muerte funesta, que se ha apostado a las puertas de la ciudad, empieza a ser vista como una muerte bella. Ahora bien, convendrá reparar en que la «ciudad de la paz» ―como la llama Homero― es decir, aquella que ha desterrado la guerra intestina, no se defiende porque esté unida, sino que está unida porque tiene que defenderse. Son las guerras las que hacen a las naciones y no al contrario. Por ello, la externalización del conflicto es infalible como tecnología política. Y los discursos fúnebres de Pericles son, como anunciábamos, pura ideología.
II
El enemigo exterior sólo no basta, sin embargo. El poder necesita también demonizar al disidente que rehúsa olvidar la división cuando todos se empeñan en celebrar las conmemoraciones de la unidad. Es preciso desprestigiar la política. Jenofonte refiere (Mem, III: 7-9) el modo en que Cármides responde a Sócrates cuando éste le reprocha no atender debidamente sus obligaciones cívicas: «¿acaso no te das cuenta, Sócrates, de que en la asamblea con frecuencia prevalece el argumento más necio?» Aunque pueda no leerse como un alegato en contra de la democracia, sino como un argumento a favor de la educación, lo cierto es que encontramos aquí una persuasiva razón para empezar a ver la victoria política como un mal en sí mismo. Tampoco, por cierto, sobrevive a la crítica la homérica «ciudad de la paz». El poeta ciego cuenta (Ilíada, canto XVIII) que no hay conflicto intestino en la ciudad en la que impera la recta administración de la justicia, aunque pronto descubrimos que los litigios en los que median los jueces no son conflictos en el interior de la administración de la justicia, sino que es la propia administración de la justicia la que se encuentra, con frecuencia, dentro de los conflictos. Es decir que, mientras níke sea la victoria de un lógos contra otro, mientras los poderosos renuncien a hacer justicia con la política para hacer en cambio política con la justicia, entonces está claro que la política es la madre de la discordia. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios: ¿cuál es la distancia entre la mala victoria en la asamblea y la guerra civil? ¿Es posible una victoria no funesta? Si la níke y la stásis se ubican en el mismo continuum, ¿es posible sostener que ni la mala victoria, ni la guerra civil proceden de la política?
Estas preguntas son ideológicas, lo sabemos. Nos empeñamos en interrogar a la política si puede ésta explicar el asesinato, cuando es claro que es el asesinato el que explica la política. De Eurípides y Esquilo, igual que de la Biblia cristiana, hemos aprendido que el parricidio es anterior al Estado. La ciudad contiene una división que es prepolítica, una división creada ―escribe Maquiavelo― en los humores de los poderosos que con frecuencia buscan avasallar a los débiles: «… quienes esperan que una república pueda estar unida, están muy engañados por la esperanza» (Ist. Fior.,VII: 1). Que tenga lugar en el oíkos, o en la pólis, ¿qué más da? Según parece el asesinato es un asunto de familia. Cuando Ares, dios de la guerra doméstica, se ha instalado en nuestras casas, la Erinias (esas vírgenes viejas con los ojos inyectados de sangre…) propagan la calamidad y la triple peste que causa la esterilidad de los campos, el ganado y las mujeres. El gallo es un tirano que come carne de pájaro, y de una pelea de gallos sólo vendrá una mala victoria. Tucídides condena el horror de Córcira en el asesinato del hijo por el padre. El conflicto no procede de la política. Es la política la que procede del conflicto. La política viene, como escribió Plutarco, a poner remedio a la división, evitando «las enemistades a perpetuidad» (Vidas Paralelas, II: 21, 2). En su Apología de Sócrates, Platón hace guardar silencio a Sócrates sobre la stásis en Atenas. Así lo manda la amnistía de 403, pese a que no sea posible ―escribe Hobbes (Lev., XIV)― pactar sobre el pasado, ni pueda haber olvido feliz, como señaló el propio Aristóteles. Incluso si aceptamos que tal vez en algún momento haya que pasar página, no podremos hacerlo sin haberla leído antes.
Son estas dificultades las que hacen que la política tenga con frecuencia que inventar un enemigo exterior y ofrecer como tributo a la unidad la bella muerte de quienes dan su vida por la patria. Igual que la división entre víctimas y perpetradores, la inmortalidad de los héroes que perduran en la memoria de sus conciudadanos es un artefacto creado por el relato político. La política está ahí para corregir la falta de inclinación por la justicia que padecen nuestras leyes, pero habrá que reconocer igualmente que la guerra, «maestra de toda iniquidad» (Hist. Guerr. Pelop., III, 82-83), es también la madre de la política, y que la política no es otra cosa que la continuación de la guerra por otros medios. Es posible, quiero decir, llegar a la guerra sin política mucho más fácilmente que con ella.
III
No ha habido grandes cambios desde entonces. Bueno será reconocer que la cultura del abuso y el atropello, de la impunidad de los saqueadores de lo común, ha roto la ciudad. Rompen la ciudad los que crean y fomentan la desigualdad, los que enfrentan a unas instituciones contra otras, o los que emplean los tribunales de justicia para hacer política por otros medios. Sorprendentemente, no paran de invocar a la patria mientras la venden; al tiempo que los desvalidos, que ni siquiera la mencionan, acaban siempre pagándola con su sangre. Privilegio de la oligarquía es el de inventar la división y definir al enemigo exterior. Las amenazas de los terroristas contra la seguridad del Estado, o de los separatistas contra la unidad de la patria, son todas igual de socorridas para reactivar ese momento absoluto de la política. El poder reflexivo de la política, se ha escrito aquí y allá es la capacidad que ésta tiene de definir sus propios confines desde dentro. El escenario preferido por cualquier oligarquía es que la política alargue su sombra sobre cada uno de los aspectos de la vida pública y privada de todos, siempre y cuando no ponga su odiosa luz sobre los negocios de quienes realmente tienen el poder. Se busca la polarización sobre asuntos sensibles que afectan a muy pocos, pero consenso en lo fundamental. Como era de esperar, al final los vemos decir que tiene que haber acuerdo «en lo fundamental», entendiendo por fundamental aquellos asuntos en los que ellos ―los de la casta― tienen intereses.
Buena parte del pensamiento conservador más sectario, sigue señalando a la política como la partera de nuestras discordias. Sabemos que se trata de una trampa ideológica con la que las oligarquías de hoy traman la más obscena de todas sus mentiras. Fue cierto que la crisis económica nos la trajo un régimen visiblemente corrupto de arriba abajo que, chantajeado y sobornado por sus socios europeos para que no desarrollase su propio modelo económico, tuvo que servirse de la especulación como motor de crecimiento. Cuando la crisis llegó, la corrupción empresarial y política estaba instalada en nuestra sociedad desde hacía mucho tiempo. Ahora bien, empleando, una vez más, esa ocurrencia de la que tanto se sirve la derecha más retrógrada, que no consiste sino en tomar el efecto por la causa, la ecuación que ahora nos proponen no es que la crisis fuera originada por la especulación y la corrupción, sino que la crisis, junto con la corrupción que continúa aflorando, sólo puede tener como causa la ineptitud de toda la clase política. Los más liberales afirman por un lado que el Estado no es el responsable de la creación del empleo, que el empleo lo crean los empresarios —no se cansan de repetir esa letanía. ¡Faltaría más!— Pero, al mismo tiempo, parecen no tener reparos en afirmar que «del paro tienen la culpa los políticos». Así que cuando se crean puestos de trabajo hay que agradecérselo a los empresarios, pero cuando se destruye el empleo la culpa se la tenemos que echar a los políticos. ¿No será que a todos estos lumbreras del mundo empresarial lo que les gustaría es, en realidad, prescindir del pluralismo y la democracia? ¿No son los mismos que dicen, que en los grandes temas ―eufemismo que emplean para denotar sólo lo que a ellos les interesa― no debería haber confrontación partidaria? En tal caso, señores, ¿para qué queremos el pluralismo y la democracia? Esta obscena ideología, la que afirma que los políticos son los culpables de la crisis económica, mezclada con el inflamable material de la corrupción política y empresarial, terminará, si no lo remediamos antes, dando al traste con la misma democracia. Porque, en efecto, si de algo son culpables los políticos no es de haber originado ellos la crisis, sino de su tibieza y falta de mano firme con los sinvergüenzas que campaban impunemente por sus respetos en el mundo económico. En medio de la confusión, mientras creen que los ciudadanos echamos la culpa a los políticos ―que es lo que nos han dicho que hagamos― y miramos estupefactos a las cuentas millonarias que algunos de los amigos políticos de los constructores y de los banqueros consiguieron amasar en el exterior, la oligarquía se servirá del suculento circo judicial de la impunidad de los corruptos, para que sus miembros puedan, mientras tanto, ir preparando el terreno para el próximo ciclo de especulación. Quieren hacernos olvidar que la especulación y la corrupción trajeron la crisis, para poder emplear la crisis y la corrupción como coartada para organizar un alegato acusatorio contra la clase política, contra el estado del bienestar, contra el estado de las autonomías, o incluso contra la misma democracia. Y buscan, en fin, emplear el espectáculo de la deslegitimación de la clase política, usar de las maquinarias del escándalo público, para, en medio del ruido mediático, volver a organizar otro tinglado con el que empobrecer a los ciudadanos, mientras ellos se forran de nuevo. No debemos dudar de que, antes de que nada de ello suceda, seremos exhortados a buscar la unidad entre los partidos y a enfrentar tales o cuales amenazas apostadas contra nosotros, a las puertas de la ciudad, y dispuestas a sitiarla. Mas no nos dejemos engañar. Transformemos las furias en Euménides, de modo que las benévolas se ocupen de recordar los males a fin de que la vida de los demás pueda, si queremos, prosperar en el olvido de nuestras divisiones. Son ellos los que han roto la ciudad. No lo olvidemos: ¿de qué unidad vienen a hablarnos ahora?