Las nueve cosas más ridículas que te pueden pasar en la puta calle
Pablo Gastaldi
El espacio público es un sindiós. Es interacción, es comunicación, es una forma de comportarse. Es visibilidad, representación, es política y conflicto. Es incluso una ideología. Es también un lugar de reunión, de paso, de peleas, de emociones, de vida. Es una calle. La calle. La calle es espacio público, pero sobre todo es un nido de ojos ávidos de vernos hacer el ridículo.
Aunque segundas partes nunca fueron buenas, vale la pena hacer las cosas mal. Tras hurgar no sin dolor en paranoias propias y ajenas, profundas y pasajeras, hemos logrado elaborar la siguiente lista de situaciones que, con la calle como escenario privilegiado, tienen lugar en nuestra vida cotidiana con el fin no declarado de torturarnos y, a golpe de humillación, hacernos descender de los absurdos pedestales en los que nos alzamos para sobrevivir. Que tengan lugar entre desconocidos no supone ningún obstáculo.
Dicho esto, vamos allá con la lista que prometía el título del artículo.
– Reventarte la espinilla en mil pedazos contra un bolardo. ¡Los bolardos! Geniales inventos urbanos para mantener a raya a los coches y alegrar la vista de los viandantes generando pequeños accidentes. Cuando te toca ser protagonista de uno de ellos no hay consuelo posible: tropezón monstruoso, dolor supremo y ridículo garantizado.
– Pasear con un papel pegado al zapato. Ni siquiera hace falta que sea papel higiénico y desate los pensamientos más escatológicos, basta con que sobresalga de forma visible: «hola, llevo cuarenta y cinco minutos paseando por Madrid con un plástico de Bollycao pegado en la derecha». Si ves a un vecino o vecina que lo lleva puesto, lo mejor es carcajearse pero disimuladamente ¡que circule!
– Correr y perder el autobús en la cara. Lo dramático no es que vayas a llegar tarde a donde sea, es la cara con la que te vuelves al resto de futuros pasajeros que han presenciado tu trayectoria y que saben que, por mucho que te intentes refugiar en tu Smartphone, eres un perdedor. Y además te va el corazón a mil por la carrera. No se puede ser más pringao.
– ¡¡¡¡Que alguien llame a un médico!!!! «No se preocupe, estoy bien». Quedar como «el exaltado» duele aunque sea entre completos desconocidos.
– Lidiar con captadores y captadoras de socios. Por alguna extraña razón, todo el mundo se siente interpelado cuando ve a un captador de socios. Aunque te ignoren. Nada más divisarlos, los cerebros de los urbanitas comienzan a trazar estrategias para decir «no amiguete, not today». La situación genera tanta tensión que hasta la más simple de las negativas se pueden convertir en focos de vergüenza: no es tan fácil decir «tengo prisa», «no, gracias» o inventarse un «ya colaboro» sin trabarse, trastabillar y, sobre todo, sin pararse. Quien se para para decir que no tiene tres segundos para pararse a escuchar a un captador es un humillao profesional.
– Lidiar HEROICAMENTE con captadores y captadoras de socios. ¡Olvídate! Nadie de los y las que están ahí quiere ligar contigo ni que le convenzas de que el oenegismo es el nuevo imperialismo, fase superior del capitalismo. Cuando al ser interceptado pones en marcha alguno de estos dos mecanismos la cosa se vuelve turbia. ¿Cuántas brasas como la tuya crees que escuchan cada día? Si la conversación tuviera lugar en un teatro, bastaría con que pongas un pie fuera de escena para darte cuenta de que estás haciendo el canelo de forma estrepitosa.
– Atravesar un cruce cuando el semáforo está en rojo y tener que recular. Ser vanguardia tiene su morbazo, y pocas situaciones urbanas te hacen destacar más que ser el único que se atreve a desafiar el tráfico. ¡Qué maravillosa sensación la de cruzar un paso de cebra cuando el resto se quedan plantados en la acera! Casi tanto como ver la cara de pánfilos de quienes tienen que darse la vuelta porque calcularon mal las distancias. Si consigues establecer contacto visual con ellos verás cómo sus miradas te dicen «sí, lo sé, lo siento mucho».
– Pisar algo turbio. Pisar una caca de perro está ya demasiado digerido, es lo más light de los imaginarios del ridículo. Además trae suerte. Está institucionalizado incluso.

Pero ¿a que no trae tanta suerte pisar un vómito? ¿A que es divertido si tu acompañante mete el pie en el hígado de una paloma aplastada contra el suelo? Si te pasa a ti, sabes que no queda otra que cortarse la pierna y muletas.
– Su reverso tenebroso: que te atraviese el moflete una cagada de pájaro de forma tan violenta que tu acompañante se gire para preguntarte por qué le has salpicado y se encuentre con tu cara algo complicada. Desgraciadamente no hay kleenex que limpien el alma.
Venga, nos vemos en las calles.