Las lágrimas de Escipión
Guillermo M. Canet
«Llegará un día en que Ilión, la ciudad santa, perecerá, en que perecerán Príamo y su pueblo, hábil en el manejo de la lanza».
Estos son los versos de la Ilíada que recitó Escipión Emiliano cuando rompió a llorar entre las ardientes ruinas de lo que en otro tiempo fuera la ciudad de Cartago. Las lágrimas del romano estaban destinadas a eternizarse en la historia gracias a Polibio, que nos dejó relato de ello. No en vano, cuando le preguntaron al general el porqué de aquella cita, explicó que se estaba preguntando si algún día su propia patria sufriría algún destino parecido.
La doble alusión, al pasado troyano y al futuro de la Urbe, hace que podamos aprender de este hecho una lección: la historia está condenada a repetirse. Sin embargo, para entender las lagrimas de Escipión, tenemos que saber un poco más de la tercera guerra púnica. Realmente este conflicto fue querido por Roma desde un principio y provocado por uno de sus aliados, los Númidas. Visto en perspectiva desde nuestra época, fue un claro ejemplo de que las guerras, con declaraciones o sin ellas, no siempre se justifican bajo las causas formales, reflejadas en toda la burocracia del ius belli. Sino que lo que mueve al hombre es el deseo de guerra, el interés, algo como el oscuro Thánatos freudiano. Primero viene la acción, luego se busca el argumento, y sólo entonces se escriben historias de afrentas o se inventan causas.
La tercera de las guerras púnicas, que llevaría al exterminio de una de las culturas más desarrolladas del Mediterráneo, comenzó como una mera cuestión formal, donde el casus belli, el motivo oficial que sirvió como excusa al Senado romano para declarar la guerra al estado africano, fue el incumplimiento de una de las cláusulas del tratado de paz que, irónicamente, había sellado la segunda guerra púnica: Cartago no podía emprender ninguna acción militar sin el permiso romano —situación muy provechosa para sus vecinos, que no dudaron nunca en sacar tajada realizando incursiones y saqueos varios—. De esta manera, cuando Cartago por fin se defendió marchando contra sus vecinos númidas —después de haber pagado una indemnización durante cincuenta años a la Urbe como parte del tratado—, el Senado, liderado en aquel momento por el partido de un tal Catón el Censor (que solía terminar todos sus discursos con la misma retahíla: «por lo demás, creo que Cartago debe ser destruida»), tomó el incidente como casus belli. La última y definitiva guerra contra Cartago dio comienzo.
Dos cosas alentaban ese odio hacia Cartago. Una era la hegemonía marítima: Cartago, aunque debilitada militarmente, había prosperado muchísimo como enclave comercial. Como descendientes de los fenicios, eran buenos comerciantes y navegantes, y sus puertos y astilleros llegaban hasta los confines mediterráneos. Esto había hecho de la capital una urbe próspera y rica, donde se producían las más variadas manufacturas. Si Roma, hasta ese momento una potencia militar terrestre, tenía aspiraciones ultramarítimas, algún día habría de chocar con Cartago. El segundo motivo sería algo que el Senado no olvidaría jamás. Y es que los sentimientos nacionalistas nunca dejan morir el pasado: Cartago era el enemigo, la némesis de Roma. Aquella ciudad, que pocas veces había sufrido la derrota, se encontró casi con el enemigo a las puertas en los tiempos de Aníbal. Pero eso fue cincuenta años antes de la destrucción de Cartago. Todavía cabalgaba por África el abuelo político de nuestro Escipión: Escipión el Africano, el héroe de la batalla de Zama.
Los cartagineses no tuvieron intención real de luchar hasta que no se vieron entre la espada y la pared. La actitud conciliadora se vio cuando los embajadores cartagineses aceptaron, una por una, para horror de su pueblo, todas las condiciones de paz que les impuso la Urbe: la entrega de trescientos niños de entre las familias nobles, las armas, la flota y parte del trigo almacenado. Aceptaron todas menos una: la de abandonar su ciudad a orillas de la mar para que fuera destruida y construida otra nueva tierra adentro. «Los embajadores cartagineses objetaron que la historia no había visto jamás semejante atrocidad y se echaron al suelo», dice Montanelli en Historia de Roma.
La guerra duró tres años. Al comienzo del tercero hubo de ser llamado a África Escipión Emiliano para terminar la guerra. Una vez asaltada la muralla, el combate dentro de la ciudad duró otra semana hasta terminar de conquistarla.
No fue suficiente para el Senado que aceptaran todas las condiciones menos la última. Tampoco fue suficiente cuando Escipión Emiliano, una vez tomada la ciudad, pidió permiso para terminar con la guerra y regresar a casa, y le fue negado: no sólo Cartago, sino también todas sus dependencias debían ser destruidas. Se dice que el incendio de los restos de la ciudad duró dos semanas. Por supuesto, como en Numancia, no hizo falta firmar ningún tratado de paz, no hubiera habido con quien firmarlo.
El llanto de Escipión, que aparece sólo como un detalle al final de una historia de guerra, es algo más para nosotros, es la noticia manifiesta del absurdo de la guerra. El ius belli quiso regular la guerra, humanizarla, como los convenios de Ginebra en la Antigüedad. Pero, en verdad, todo es papel mojado. Los motivos, las declaraciones y los tratados son armas burocráticas, de abogado casi, para justificar una situación que se quiere. Como si los motivos reales de las guerras sonasen demasiado rastreros a los oídos de los incitadores y tuvieran que adornar ligeramente la fachada. Los motivos, formalizados en la declaración de guerra, no sólo buscan el anuncio primero de las hostilidades, son también el argumento oficial, pues racionalizan la guerra, la proveen de un sentido, la justifican. Pero, justificar lo que hacemos, ¿es para convencer al resto o a nosotros mismos?
Si las lágrimas de Escipión estaban destinadas a caer por efecto de la gravedad, por otro oscuro destino el ser humano esté quizá condenado al eterno conflicto. Le pasó a Troya, a Cartago y a Roma. Podemos inventar motivos legales, nacionales, religiosos, históricos… ¡Hasta en nombre de la «humanidad» se ha matado a veces a más humanidad! En opinión de un servidor, Escipión Emiliano, ante las ruinas de Cartago, tuvo un atisbo del absurdo de la vida humana reflejada en la historia. Eran lágrimas en tres tiempos verbales, por los que cayeron, por los que él había hecho caer y por los que caerán.