IL DOLCE FAR NIENTE

Il dolce far niente

Sara Sánchez-Molina


En verano los días son más largos, para bien o para mal. El tiempo se detiene, pero no se perciben igual los largos días de verano en la infancia, pues ofrecen un sinfín de posibilidades y aventuras, que los veranos que no nos dejan avanzar y cumplir nuestros sueños cuando nos hacemos mayores.

 Verano de mil novecientos noventa y pico, unos niños juegan en el parque. Es la última hora de la tarde, hace un calor bochornoso, a pesar de que sol que ilumina el ladrillo rojo de la gran ciudad es menos fuerte. En el parque, columpios de hierro oxidado, salpicados de manchas amarillas, restos de la pintura que un día los cubrió. Dos niñas sentadas en columpios hechos con neumáticos se balancean en busca de una brisa inexistente que las refresque. Una tercera las observa mientras se come un polo de fresa que gotea sobre su camiseta blanca, dejando unos churretes rosas. También en su cara se observan manchas del helado deshecho. Dos señoras comen pipas en un banco, a su lado un perro ladra. Más allá unos adolescentes fuman y ríen escandalosamente. Es el dolce far niente de las tardes de verano.

Parque con columpio y tobogán años 80, 90. Castilla y León. Fotografía Iria Pena.
Parque con columpio y tobogán años 80, 90. Castilla y León. Fotografía Iria Pena.

Las niñas saltan desde sus columpios, se divierten. Las tres corren hacia un descampado que linda con el parque y trepan por el terraplén que forma la tierra seca y agrietada a su alrededor. El terraplén está salpicado de flores amarillas, de malvas y otros hierbajos varios, muchos de ellos secos por la falta de agua y el calor sofocante. Dos de las niñas están ya arriba, la tercera se queda un poco rezagada.

―¡Venga, date prisa! ¿Te pesa el culo? ―grita una de ellas.

Cuando la niña llega arriba, las tres dan la espalda al parque y observan el mundo de posibilidades que se abre ante ellas. Atrás queda la civilización del parque, el ojo vigilante de sus padres. Frente a ellas se encuentra la aventura, lo desconocido y, así, echan a volar su imaginación.

―¡Corred, tenemos que encontrar el pasadizo secreto! ―ordena la más mayor.

―No me apetece correr ―se queja la de los churretes de fresa.

―Vamos, tenemos que darnos prisa, la noche llegará pronto y tenemos que volver antes ―insiste la tercera.

Las tres se adentran entre la maleza, en busca del pasadizo secreto. Armadas con palos, esperan encontrar el túnel de un momento a otro. Cada vez hay menos luz y la misión parece más difícil. Pero ellas lo saben, el pasadizo existe, lo han visto en otras ocasiones y cada vez están más cerca.

―Aquí está ―grita la más adelantada, señalando un tubo de hormigón armado.

Las tres entran sin demasiada dificultad en el túnel, que es casi de su misma altura. El final del tubo está cubierta cubierto por tierra seca y maleza. Las niñas se sientan en el suelo y empiezan a hablar.

―Eco, Eco, ¿estás ahí?

―Eco, Eco, ¿estás ahí? —retumban las paredes del túnel.

―¡Hemos venido a salvarte!

Cada frase que dicen se repite en el túnel. Han ido a salvar a Eco que no puede escapar de sus captores. Eco está atrapado en el túnel, no puede hablar ni decir lo que piensa libremente, por eso ellas quieren liberarlo. Las tres se afanan en derrumbar el muro que la naturaleza ha creado al final de la tubería. Clavan sus palos en el barro seco, empujan con sus pies, rascan con sus manos.

―¡Hay que darse prisa se hará de noche pronto!

―O nos descubrirán los malos.

Las tres absortas en el juego, no se dan cuentan de que alguien les llama, hasta que una sombra obscurece la entrada del túnel.

―¡No, nos han descubierto los malvados! ―grita una y, después, todas ríen y gritan enloquecidas.

―¡Qué malvados ni qué malvados! ―grita la madre de dos de las niñas― ¿no os tengo dicho que no vengáis a jugar al descampado sin decirnos nada?

―No hemos acabado nuestra misión ―murmura una de ellas.

―Vamos, que ya es casi la hora de cenar.

Resignadas, salen una tras otra del tubo.

―¡Mira cómo os habéis puesto! Vais a ir directas a la ducha.

La madre ha cogido a una de sus hijas y a la otra niña de la mano, su otra hija camina unos pasos por detrás de ellas. Mientras la madre y las otras dos niñas bajan la cuesta, ella se para al borde, mira atrás y murmura.

―Volveremos a por ti, Eco. Te lo prometo.

―Vamos, ¿qué haces ahí pasmada? Que nos está esperando su madre ―dice señalando a la amiga de su hija.

La niña baja la cuesta correteando alegremente. Al llegar junto a la otra mujer, las niñas se despiden y siguen a sus respectivas madres. Han olvidado a Eco por hoy y pronto inventarán otro juego para acabar el día.

Columpio roto. Fotografía de Iria Pena
Columpio roto. Fotografía de Iria Pena

Epílogo

Tres chicas rozando la treintena pasan la tarde sentadas en un banco del parque, es el verano del año 2014 o el 2015 o el 2016, no importa. Hace unos años que todos los veranos parecen iguales. Similares expectativas, similares conversaciones se suceden año tras año. El parque está rodeado de edificios en tres de sus lados, por el otro lado pasa una calle principal con coches. Hay niños jugando en modernos columpios de madera y el suelo alrededor no es esa tierra que rompía las rodillas de los niños años atrás, sino una suelo mullido que amortigua caídas y protege las piernas de raspones.

―A ver si después del verano me sale algo ―comenta una de ellas.

―Ya, no sé, a mi me gustaría encontrar algo también, pero algo de verdad. No cuatro horas a la semana, porque eso no me da ni para mis gastos. Irme de casa, ya ni lo contemplo.

―Ya, tía, no sé, a ver si mejora la cosa.

La tercera no presta demasiada atención a la conversación, ha escuchado las mismas palabras demasiadas veces de distintas personas que parece que has perdido su significado. Con la mirada perdida, permanece ensimismada en sus pensamientos. Los últimos rayos de sol empiezan a desaparecer tras los edificios, pero el calor persiste.

―¿Vamos a tomar algo?

―Sí, vamos.

Todas se levantan del banco y echan a andar. Aquella que no participaba en la conversación camina un poco rezagada. Se para un momento y su mirada se posa en los edificios más nuevos y, por un instante, se pregunta si Eco quedó atrapado bajo los cimientos de esas casas, o si consiguió escapar y cumplir sus sueños. Se vuelve y corretea un poco para ponerse a la altura de las otras. El verano parece seguir igual, aunque el dolce far niente de hace unos años se ha vuelto quizás un poco amargo.

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