Hoy es el futuro
Marina Solís de Ovando Donoso/ Fotos: wikimedia commons
Cuando, en diciembre de 1978, se aprobó la Constitución que daría paso a la nueva democracia tras cuatro décadas de régimen franquista en España, Evaristo Páramos tenía dieciocho años justos. El momento estrella de una transición que a toda costa se intentó vender como modélica fue la antesala de la fundación, en 1979, de La Polla Records. A lo largo de su corrosiva andadura como banda de punk en un país que apenas había tenido tiempo de acoger aquel jovencísimo género musical, Evaristo y compañía asumieron la complicada misión de sacar toda la basura de debajo de la alfombra dejándola al descubierto, sin tener intención alguna de barrerla. Tenían claro que su función no era arreglar el desaguisado que habían armado los poderosos con un disfraz estupendo. Ellos vinieron a evitar que el silencio gobernase de nuevo, bramando por una situación que les parecía tan injusta como evidente, tan ridícula como brutalmente estremecedora.
Han pasado otros cuarenta años desde que el fundador gallego de La Polla avistase la llegada de una democracia constitucional con su mayoría de edad recién cumplida. Y al pasar del tiempo, resulta sobrecogedor observar hasta qué punto el discurso de una banda de punk callejero y macarra hasta la saciedad describe con certeza el absurdo en el que nos hemos sumido, a veces como país, a veces como pueblo, en ocasiones, incluso, simplemente como individuos. En concreto una generación como la mía, que vivió la tergiversación de su propia Historia bajo un especial velo de hipocresía —esa que nos hacía pensar que ya estaba todo ganado, todo resuelto, nada que temer, nada que perder— y que puede hallarse peliagudamente reflejada en el contenido de cada uno de los versos de La Polla a poco que escarbe. Ahí está nuestra historia, explicada sin ilustraciones y con el más amargo realismo… y también colmada de una oscura y deliciosa ironía, sin la cual es muy difícil imaginar la supervivencia en medio de esta locura.
Así, por ejemplo, es un hecho que en este país somos hijos de una guerra espantosa. Aquel conflicto no se limitó a causar una ristra de muertos infinita; también nos trajo a casa la horrible efigie del héroe de combate, nos ayudó a dibujar con precisa pulcritud esa idea de que existen cadáveres más valiosos que otros, de que conceptos como la «gloria» o el «honor» hacen que una muerte entre la pólvora pueda llegar a merecer la pena. Gracias al establecimiento de tales invenciones en nuestro imaginario, fue posible imbuirnos en una terrible cultura de idolatría a la violencia y extraño morbo por las armas, una cultura que vinculaba el compañerismo a compartir la servidumbre ante los galones y ponía en un pedestal al que gritaba mientras se despreciaba al que sabía. Y mientras tanto, Evaristo —que, como tantos, se tuvo que comer la escolarización basada en el espíritu nacional, himno, bandera y mili— gritaba, tremendo y explícito: «moriréis como imbéciles, moriréis como héroes: en la guerra morirás por su dinero, en la guerra morirás por su interés».
Igual que la no tan lejana guerra, el filo implacable de las letras de Evaristo encaró las miserias escondidas de la Transición y su permisividad con las instituciones franquistas, así como la salvación ideológica de la Monarquía. Con esa misma rabia, con esa misma chulería y agudeza, La Polla Records se paseó por casi todas las aristas de esta siniestra cultura del dolor y la resignación que muchos intentaban afianzar en todos nosotros durante el siglo XX en España. Y, tal vez, lo más interesante de esta feroz denuncia sea la constante llamada de atención sobre cómo la huella del espanto ha marcado en demasiadas ocasiones la parte más íntima de nuestras vidas, alcanzando incluso la forma que hallamos para concebir las esperanzas y expectativas de felicidad en el amargo transcurso del día a día, sin que haya apenas tiempo para darse cuenta.
Así es como el protagonista de Chica Yeyé sueña con una perfecta vida de esclavo («viviré con deudas por toda la eternidad, pues siempre me ofrecen algo nuevo que comprar») aunque se ahogue en una profunda y progresiva tristeza; al fin y al cabo, siempre le quedará el consuelo de emborracharse y descargarse golpeando a su compañera: «desahogaré mi frustración». Esa temible cultura la volvería a resumir Evaristo años más tarde, en un desolador estribillo de su segundo proyecto, Gatillazo: «los manguis al talego, los niños a la cama, los hombres a la guerra, las tías a sufrir». (Nótese que el rey de la cresta se ha fijado más de una vez en que las mujeres, qué casualidad, siempre perdemos aún un pelín más que los perdedores). Se erige una suerte de organización superior e intocable de las cosas, la que se esfuerza por convencernos de que es necesario temer al caos y urgente proteger un orden, aun cuando sea un orden enfermizo. Un orden inventado por los privilegiados y custodiado por los de siempre, esos guardianes de la violencia respaldados por una infinidad de excusas que siempre esconden el mismo motivo: «porque me mandan, por el dinero, porque me gusta… y porque puedo».
En una de las muchas entrevistas que —a pesar de detestarlas según cuentan las leyendas— ha concedido a lo largo de su carrera, Evaristo reconoció que, si el mundo entero se arreglase de un plumazo, no sabría qué hacer como frontman de un grupo punk ni como escritor de letras, y probablemente se dedicaría a otra cosa. El mensaje tal vez pueda parecer demasiado pesimista, como si quien lo dice tuviera la voluntad de permanecer eternamente cabreado. Sin embargo, los que nos hemos visto conquistados por el espíritu de esta música durante ya bastantes minutos de nuestra existencia hemos podido comprobar que respirando sus compases uno nunca se siente precisamente alejado del optimismo. Porque pocas figuras en el panorama musical han tenido más claro que el objetivo del ser humano ha de ser encontrar algo parecido a la alegría en un mundo atroz que intenta comérselo, o si no, convertirlo en un robot de cocina. Y eso es algo que sólo puede lograrse prestando batalla ante esos preceptos tan aburridos por los que se rige la inmovilidad del sistema, revolviéndote contra la inercia que busca apagarte como una vela y difuminarte entre una masa muerta de miedo, poblada por aquellos que acaban angustiándose simplemente por existir en este mundo, gritando aquel «¡es tan terrible vivir…!» que reproduce Evaristo en su tema El avestruz.
Por eso, en cada concierto ejecutado por esta referencia del punk estatal, entre los ecos de la brutalidad del pogo, retumba siempre un murmullo unívoco. Pelea para ser feliz y esa será la mejor victoria; lucha contento aunque estés en medio del odio. Porque no hay tiempo para resignarse ni para dejarse aplastar por unos poderes infames: «hoy es el futuro», al fin y al cabo. Esto es algo que ninguno deberíamos olvidar, y menos en los tiempos que corren. Madre mía, Evaristo, qué bien nos haces, aún cuarenta años después… con razón tienen algunos tantas ganas de arrebatarte de nuestra escena. Con razón no les sale… y menos mal, compañero.