GERMÁN LABRADOR MÉNDEZ: «Los jóvenes de la transición no son la emanación de ningún poder: son un poder que emana».

Germán Labrador Méndez

«Los jóvenes de la transición no son la emanación de ningún poder: son un poder que emana»

Enrique Maestu y Ainhoa Maestu

Fotos Ginés Jimena Jiménez, Priska Studios


Son pocos los intelectuales que dedicándose a escribir voluminosos ensayos conservan íntegra la capacidad del novelista de transportarnos directamente hasta el lugar del que nos habla. Leyéndo a Germán Labrador Méndez casi podemos oler las calles del extrarradio de Madrid, bailar a golpes en La Vaquería y sufrir la desesperanza de los que se fueron yendo en el silencio democrático de los ochenta. Contar la otra transición no es tarea fácil, por eso Culpables por la literatura (Akal) es un libro que está vivo y que activa mapas de amores, dolencias e ilusiones ya sea leído por los ojos de quienes lo vivieron, o a través de los fragmentos de relatos que nos contaron nuestras madres, padres y tíos alguna noche de invierno, quizás antes de ir o al volver de alguna manifestación. Hay quien dice que los hijos de la democracia nacimos muertos, y aunque si bien es cierto que en el régimen del 78 todavía sigue costando respirar libremente, leyendo a Germán encontramos el aliento que desde hace años se viene diciendo democracia. En una tarde de verano nos encontramos con él en el Teatro del Barrio de Madrid y el tiempo se hace otro.

 

 

¿Por qué contar la historia de una generación dispersa que no decide en la transición y acaba o renunciando a sus principios o marginada de la esfera pública?

Creo que, de entrada, hay que contar todas las historias. Todas las historias, de una u otra forma, merecen ser contadas. La pregunta es desde dónde y para qué, qué nos enseñan, qué mundos nos permiten imaginar. Por ejemplo, las historias de las que me ocupo en Culpables por la literatura representan una posible cara B de la transición democrática en el estado español. Permiten hablar de los «caminos históricos alternativos», es decir, de las otras transiciones que se imaginaron entonces y que se quedaron a medias. En mi libro se habla de la utopía, de la ilusión y las esperanzas que en los años setenta tenía mucha gente. Porque, aunque cueste creerlo hoy, otra transición fue posible. Y quizá todavía lo sea.

Hablar de éxitos o de fracasos requiere siempre un juicio: depende de aquello a lo que damos valor. Para mí, los intentos de la ciudadanía por autoorganizarse, sus reclamaciones e iniciativas en favor de una vida más libre, más plena y más hermosa son experiencias valiosas. Me hablan de una democracia en la que me gustaría vivir.

Mi libro pretende volver sobre la transición, pero no desde el famoso relato de la reconciliación, la concordia y la Constitución… sino desde el lenguaje ciudadano del cambio radical. Y es que, más allá del consenso, había otras ideas funcionando: democracia radical, ruptura, revolución poética y política… Por eso, frente a la mitología de la Transición, con mayúsculas, yo quería estudiar las minúsculas, los sueños rupturistas de ciudadanos anónimos: jóvenes contraculturales, comunidades alternativas, activistas, poetas, artistas, freaks, músicos… Toda esa gente, en sus prácticas, en su arte y su literatura, vivían en una transición diferente, gracias a su propio deseo de cambiar las cosas de verdad.

Que muchas de sus propuestas se quedasen a medias o acabasen mal no niega su importancia. A veces, la obsesión por los «resultados» nos impide percibir las rupturas profundas, las transformaciones de fondo. Por eso, me parecía necesario revisar la transición desde las utopías y las luchas. Porque, así, la imagen del periodo cambia radicalmente: donde había consenso, encontramos rupturas, donde había desencanto, excesos, vemos memorias donde había silencios y, donde había pasividad, luchas. Utopía y la historia son dos magnitudes dialécticas. O, como decían Camarón y García Lorca en La leyenda del tiempo: los sueños de emancipación flotan por encima de su época, de las circunstancias que permiten concebirlos, aquellas circunstancias mismas que tales sueños aspiran a cambiar.

En los años setenta, se desarrolló un tejido civil dinámico y creativo, basado en la existencia de culturas alternativas. Sin embargo, este legado no cupo en la versión limitada y reducida de la democracia que hoy llamamos régimen del 78. Todo lo que tenía que ver con autogestión, liberación moral, luchas de género, rupturas estéticas, pedagogías antiautoritarias, huelgas salvajes, ecología, derecho a la ciudad, sostenibilidad, economías alternativas, antifascismo, federalismo, antipsiquiatría, etc., se quedó sin espacio en el mundo que nace de los pactos de la Moncloa. Pero aquella era la médula de una nueva vida democrática.

De esto se habla muy poco. Lo ignoran quienes creen que la transición fue la fiesta de la piruleta, pero también quienes defienden que fue un pacto de silencio entre élites y poderes ocultos. Y quizá sí, también fue una conspiración, pero no sólo ni fundamentalmente fue eso. Cuando invisibilizamos las experiencias de lucha civil y por la emancipación moral, cuando las menoscabamos porque las consideramos marginales o secundarias, estamos asumiendo la mirada del régimen del 78 sobre aquel mundo ciudadano y rupturista. Y no nos preguntamos qué elementos valiosos había en aquellas experiencias, qué otras lógicas políticas permiten pensar y hacer.

Para entender realmente lo que significa la transición española, los acuerdos de 1978 y el mundo que surge de allí, hay que tener en cuenta todo lo que la transición no fue. Hay concesiones y pactos que la Constitución refleja que sólo se dieron gracias a la presión de todas aquellas fuerzas que querían que la democracia fuese otra cosa, las cuales no siempre se presentaban coaligadas, pero sí a veces. La forma de la transición expresa la fuerza de la ciudadanía como una duna expresa el aire que la forma. Y mi libro no quiere hablar de la arena, sino del viento. De los movimientos civiles y populares de la época, de sus sueños de revuelta y de sus proyectos de vida en común.

En los últimos años parece haber un mayor interés por aquel pasado, como si fuese una suerte de antepasado del 15-M, un primo mayor. Las maneras propias de los años setenta de comprender de forma continua la política y la cultura, lo individual y lo colectivo, el espacio público y el privado, se llevan bien con muchas prácticas típicas del 15-M. Mi libro quiere dialogar con esos dos tiempos, con las contraculturas transicionales y con el mundo que brota en 2011. Quiere conversar entre épocas distintas, usando las formas y las ideas que hoy reaparecen.

En tu libro trabajas sobre una noción de ciudadanía y de ciudadanía radical, ¿qué quiere decir esto? ¿Cómo se le puede explicar esta noción a alguien que cree que la ciudadanía es tener derecho a un DNI?

Por simplificar, habría dos grandes modos de enfocar la noción de ciudadanía: como una condición que se reconoce por un poder superior o como una condición que se reclama desde abajo. De un lado, la noción de ciudadanía tiene que ver con la protección de determinados cuerpos y formas de vida, una que traducimos automáticamente en documentos, marcas biométricas y otros parámetros legibles por el estado o por otras instancias. Estos registros determinan qué cuerpos gozan de qué derechos y en qué espacios pueden habitar. Por ejemplo: a un ciudadano hay que rescatarlo pero a un no-ciudadano se le debe dejar morir en alta mar. Esta forma de la ciudadanía funciona por alivio: el miedo interiorizado a ser asesinados por el estado se transforma en agradecimiento ante el estado cuando nos creemos a salvo de dicha posibilidad. Un DNI, un pasaporte es, en el fondo, eso. Un salvoconducto contra la posibilidad de que nos pasen cosas terribles. ¿Quién no lo querría?

Pero también hay otra forma de hablar de la ciudadanía más enfocada en las capacidades colectivas, en el poder de las personas de decir colectivamente quiénes son y cómo se quieren organizar. La ciudadanía ahí tiene que ver con la posibilidad de construir una voz, un lenguaje, una imagen que sienta como propia. Esta segunda noción de ciudadanía tiene que ver con la posibilidad de auto-representarse. Desde esta perspectiva, la condición ciudadana sería el poder y el saber de participar individualmente dentro de una comunidad como un miembro de pleno derecho de la misma. Y también sería el saber y el poder de crear colectivamente esa misma comunidad a través de dicha participación.

Si ahora aterrizamos la cuestión en la transición, veremos que esta misma dialéctica reaparece. Hay varias definiciones de ciudadanía operando entonces. Primero, encontramos una ciudadanía franquista, muy dominante en la época, que se denomina a veces «franquismo sociológico». Y es que un régimen genocida, necropolítico, que institucionaliza la excepcionalidad, como es el franquismo, también genera vínculos de reconocimiento fuertes, muy paternalistas, basados en la lógica del perdón y de la gracia, de la minoría de edad permanente, del culto a la autoridad y el miedo al castigo. Esta es la matriz (bio)política que hace funcionar el discurso de la reconciliación y del consenso a nivel electoral (no, no fue la altura de miras de un puñado de heroicos intelectuales de El País la que lo hizo).

Y frente a este ideal de ciudadanía vertical y obediente, en la transición hay otras lógicas enfrentadas, de signo rupturista y desbordante. Estas se basan en la libre organización de las personas, y de las formas de vida, en la autonomía ciudadana, en la soberanía popular, el poder vecinal y comunal o en el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Comparten una misma concepción por la cual una comunidad democrática no tiene que legitimarse desde una instancia externa y superior, desde otro poder soberano (un dictador, un rey, un estado, un ejército, las cortes…), porque una comunidad se hace soberana en el mismo momento de nombrarse como tal. El problema es que no basta con autonombrarse: también has de poder defender el nombre que te das, porque la soberanía se ejerce no sólo con palabras, pero eso ya es otra cuestión. En todo caso, el gesto democrático por excelencia, el demos que se funda a sí mismo, lo repiten una y otra vez los jóvenes transicionales. Y es el gesto que replican los jóvenes de la transición, a veces con un vocabulario más o menos republicano, libertario o marxista, a veces con un lenguaje más hippy, más laboralista, o más marcarra, más quinqui. Pero siempre es la misma idea que reaparece: los ciudadanos nacen del acto de nombrarse públicamente como tales. No son la emanación de ningún poder: son un poder que emana.

Este lenguaje radical no fue entendido por muchas instancias de su época, que lo juzgaron irresponsable, narcisista, infantil o directamente terrorista. Desde su perspectiva, la obediencia al poder establecido (ejército, jefe de estado, España, dios) era indiscutible. A día de hoy, muchos defensores del mito del 78 piensan lo mismo, porque sólo le reconocen a la ciudadanía el papel de comparsa del proceso, mientras ensalzan el paternalismo institucional y la sumisión ciudadana como «virtudes del consenso». Tal vez a su pesar, pero piensan y sienten desde una cultura política franquista. Ven la ciudadanía democrática no como una condición autoprovista, sino como un estatus que tiene que ser siempre otorgado por otros, cedido, prestado (esa frase famosa de que, en España, el Rey «trajo la democracia»). Conciben la ciudadanía por refracción y defienden una minoría de edad permanente.

Cuando hablo de radicalismo democrático, a propósito de esta época, hablo en el sentido de las ideas y práticas de autogobierno y participación que están en la base de la noción de democracia. La transición fue un laboratorio ciudadano. Vecinos y vecinas, comunidades rurales, jóvenes, peligrosos sociales, trabajadores y trabajadoras, presos y presas comunes se daban voz para oponerse a planes políticos y desarrollos económicos que no les dejaban sitio. La ciudadanía transicional se hace oír frente a unos poderes autoritarios, acostumbrados a invisibilizar cualquier oposición. Y en esta tarea la contracultura fue clave: porque ofreció utopías, movilizó deseos y documentó las luchas.

 

Hay una nota distintiva en la noción de contracultura que utilizas, ya no es «La movida», sino un magma de asociaciones políticas, culturales y estilos de vida diversos, ¿podrías explicarnos un poco?

«La movida» llega al final de un proceso. Es un término que empieza a usarse en el año 81 para nombrar la escena cultural, fundamentalmente capitalina, tras el triunfo socialista en las elecciones municipales de 1979, con el Madrid de Tierno, y, sobre todo, con el nuevo marco abierto por las elecciones generales de 1982. Sirve para expresar un momento diferente, de espectacularización y mercantilización de las formas y de los espacios propios del underground. Es la fase final de la contracultura y de la transición.

A mi me interesa comprender este proceso históricamente, no tanto en relación con este momento último, tan mitificado por otro lado, sino como un ciclo más largo, que va del 1968 al 1986, con sus diferentes espacios y protagonistas. Las contraculturas ibéricas comienzan siendo un conjunto de focos aislados, de escenas locales que se vuelven contagiosas, y que, en torno al año de 1977, adquieren una fuerza imparable. En palabras de un poeta de entonces, durante la transición se produce un «desborde» de las estructuras políticas y mentales del franquismo. La portada de mi libro lo evoca a partir de una escena conocida, la toma popular de la plaza del 2 de mayo durante las fiestas del barrio de Maravillas, con la famosa okupación nudista de la estatua de Daoíz y Velarde, inmortalizada por el fotógrafo Félix Lorrio. Aquel acto era a la vez un acto político y festivo, lo que nos habla de la importancia del goce en la conquista de las libertades.

Cuando habláis de un magma para referiros a la contracultura dais en el clavo. Hay una metáfora de época que me gusta mucho, la de la hidra democrática. Es como si la ciudadanía rupturista fuese un animal mitológico, mutante, con múltiples centros y con la capacidad de regenerarse, y multiplicarse. Como imagen, la hidra ciudadana nos propone que las fuerzas de la democracia en la sociedad son siempre diversas, caóticas, innombrables, frente a cualquier fantasía de homogeneidad. Mercado y estado querrían tener siempre enfrente individuos, pero la poesía de la transición nos dice que, entonces, otras formas políticas eran posibles. Formas monstruosas, a medio camino entre el individuo y la comunidad. Eduardo Haro Ibars las llamó Humanimales.

Creo que «La movida» es la fase final de un proceso muy largo, el de «la contracultura», entendida como una revolución cultural, como un gran campo de fuerzas que se van expresando de lo micro a lo macro, de lo privado a lo público. A finales de los sesenta las universidades son focos de agitación política y cultural claves. Pero también lo son los seminarios y las parroquias urbanas, con el movimiento de curas obreros y, tras el Concilio Vaticano II, por el abandono masivo de la Iglesia católica por parte de una juventud que buscaba la unión radical entre fe y vida. En los partidos políticos antifranquistas sucederá un fenómeno análogo de abandono de las estructuras de militancia verticales, en nombre de una comprensión diferente del compromiso, de un entendimiento más orgánico, menos disociado, entre política, ética, estética y placer. La contracultura pretendía impulsar una revolución en todas las esferas de la vida, juntando los ámbitos que, hasta entonces, habían estado separados.

También fueron muy importantes las diferentes bohemias urbanas y los barrios chinos. También hay claves más locales: por ejemplo, en el caso de Sevilla, alrededor de la base militar norteamericana pasaban los soldados que iban a Vietnam, y, con ellos, circulaban las músicas y los libros de la contracultura gringa, que se mezcalaba con el flamenco. En ese entorno recalaban estudiantes, gays, bohemios y gitanos. Las películas de García Pelayo, como Vivir en Sevilla (1978) o Corridas de alegría (1982), muestran de forma muy poética la porosidad social de aquella época. Las rutas son muchas: viajeros hippies en Afganistán, marineros gallegos de tripi por Amsterdam, jóvenes temporeros en las okupas nórdicas… Es una historia multifocal. Cierto que típicamente se han prestigiado las experiencias de hombres de clase media universitarios, pero estos son muchas veces quienes han construido la mayor parte del arte, los documentos y las memorias contraculturales. Y, sin embargo, sus relatos incorporan una parte de la heterogeneidad del mundo que allí se daba cita. No hay que confundir la composición de la contracultura con el origen social de muchos de sus cronistas, ni menospreciar su capacidad para el desclasamiento.

«La movida» sería entonces la fase final del ciclo contracultural, una estación término. Aquí se produce un cambio moral, una evolución hacia valores individualistas y de consumo. El underground suministra los cuadros medios de la primera «clase creativa» del capitalismo español (ese espacio de diseñadores, relaciones públicas y promotores tan típico de los ochenta…). Pero, al tiempo, en los cascos viejos de las ciudades, se están formando verdaderos guetos yonquis, la cara oculta de los años de gobierno socialista. En mi libro estudio la aterradora mortalidad juvenil que cierra el periodo, una tormenta perfecta (heroína endovenosa, sida, encarcelamiento masivo, peligrosidad social, alarma pública, suicidios, desmoralización…). En mi opinión, los jóvenes de la transición resultan diezmados no tanto por la radicalidad de sus propios proyectos, sino por la radicalidad del enfrentamiento entre sus proyectos y el mundo del franquismo. En buena medida, cuando hoy contemplamos aquella juventud como una pandilla de radicales antisistema, o de vagos viciosos disolutos, en vez de pensarla como conciudadana nuestra, estamos reproduciendo la misma mirada moralista de su tiempo, esa idea (tan de época) de que aquellos jóvenes eran «ovejas negras», «manzanas podridas del cesto».

 

Por ejemplo, las comunas que existieron en los años setenta en las principales ciudades del estado desaparecieron sin que nadie dejara testimonio…

Yo creo que nada es en vano, que todo deja una huella. Lo que pasa es que no siempre resulta evidente. Fenómenos como los de las comunas (urbanas y rurales) dejaron sus marcas en las vidas de sus protagonistas y de la sociedad en su conjunto. Testimonios directos de primera hora (como el libro de entrevistas de Pepe Ribas De qué van las comunas de 1980), nos hablan de un mundo lleno de contradicciones, donde se reproducían los mismos roles de género y de poder que supuestamente querían cancelar, pero también de muchas ganas de experimentar cosas. A mi me interesan especialmente los casos donde la vida en comuna se asociaba a un proyecto colectivo de trabajo o de creación, como sucede con los grupos de teatro independiente o con los equipos de artistas y dibujantes, como La Cascorro Factory. O con pisos de militantes clandestinos y de grupos de acción directa. Y hay experiencias fascinantes de cooperativas de trabajadores en régimen doméstico de comuna, que montan restaurantes, bares o librerías. Además, la cuestión se debe ver en su conjunto, en relación con el problema de la vivienda en la transición, con una tremenda crisis urbana fruto de años de especulación inmobiliaria. También hubo entonces un importante movimiento antidesahucios en muchos barrios. Y locales que habían sido de Falange, vía okupación, pasaron a convertirse en centros culturales autogestionados. Es el caso de la Prospe, que allí sigue, a pesar de los intentos de hacerla desaparecer.

En las comunas pasaban muchas cosas. Una parte del movimiento recupera cuestiones como el nudismo, el vegetarianismo y las medicinas alternativas, que también tienen que ver con el despegue del movimiento ecologista y con las demandas en favor de energías libres. Todo esto es la base de los nuevos movimientos ruralistas. En muchos pueblos de la geografía ibérica encontramos una figura singular: un viejo hippy, a veces extranjero, o un pequeño grupo de pioneros, que han creado un foco de underground rural, que aún se conserva, una escuelita de cerámica, un chiringuito con conciertos (como el Tito’s de Mojácar), los primeros paneles solares familiares, una cooperativa agrícola alternativa o un museo de esculturas (como el de Man en Camelle). Todo eso es también herencia del movimiento de las comunas. Y es que hay por ahí otra geografía oculta dentro de este país. Parte del bagaje de las comunas transicionales se transfiere al movimiento okupa en sus inicios. Incluso algo tan básico, como es la vida estudiantil en pisos compartidos, habría que verlo a la luz de las comunas. Y es que las viviendas podían ser entonces espacios muy politizados: en el año de 1979 en Santiago tuvieron lugar huelgas estudiantiles masivas en lo que se conoció como «la revuelta de los pisos», reclamando la construcción de residencias laicas mixtas y públicas, frente a los intereses rentistas de los propietarios de los pisos de aquiler.

 

Pero, ¿qué huella ha quedado de ellas?

Vuestra pregunta es muy importante. Tocáis al problema central de la contracultura: que su legado es invisible. No tenemos conciencia ni memoria de cómo las luchas propias de los años setenta cambiaron de modo tan radical la vida en común en el país. Ampliaron los límites de lo posible en un sentido cualitativo. No hay ningún relato de la transición que nos explique cómo es posible que ese sitio que llamamos España pase de ser una teocracia autoritaria machista e hipernacionalista a convertirse en una de las sociedades más ateas del mundo, se haga antimilitarista, tolerante y transgresor, y acabe con un puzle imposible de resolver entre la forma de su estado, sus símbolos, la articulación de su territorio, de sus lenguas y de los sentimientos de pertenencia de sus diferentes pueblos. Son cuatro ejes—religioso, de género, disciplinario y (post)nacional— centrales en la definición de una sociedad donde las formas de vida posibles cambian radicalmente en un plazo brevísimo.

En menos de una década el país es mentalmente otro. Y eso no puede comprenderse sin los lenguajes, las prácticas y las luchas contraculturales: la liberación sexual, el feminismo, el cristianismo de base, el movimiento de objeción de conciencia, las luchas pacifistas, post-coloniales, pro-Saharauis, antinucleares, a la plataforma contra la OTAN, o la recuperación de tradiciones y memorias en Galicia, Euskadi y Catalunya, la creación de cultura en sus lenguas, la llamada primavera de los pueblos ibéricos… Todo ese tejido, inserto en la vida cotidiana, operó desatornillando los moldes represivos y disciplinarios del nacionalcatolicismo, heredados en bloque por el constitucionalismo monárquico… A veces resulta inquietante que no sepamos de dónde vienen las formas de vida que hoy nos habitan. Sería necesario reflexionar sobre los gestos de insumisión, privados, familiares, públicos e institucionales, que hicieron posible una ampliación estructural de la vida en común. Porque ahí están las rupturas más profundas de la transición, en la vida cotidiana.

De alguna manera, al leer tu libro nos hemos imaginado una reunión de una comunidad olvidada… no solamente para quienes nacemos después, sino para aquellos que habitan esos años y que de alguna manera se vuelven a encontrar todos juntos.

Qué bonito que lo digáis. La proximidad con los muertos es un tema que me interesa mucho, porque sin muertos no puede darse ninguna forma de comunidad. Todas —familia, patria, lengua, ciudadanía, lectores— requieren de la presencia ausente de un universo de difuntos. Los muertos están sin estar, y no están, estando. Hablo incluso de los muchos muertos que somos cada persona, con las partes de una que, aunque están muertas, todavía podrían hablar si averiguásemos cómo. Dado que su presencia es inevitable, importa preguntarse cómo nos vamos a relacionar con ella. Negarse a hablar ya es un primer modo de conversación. Una que dice poco de nuestra voluntad de diálogo, precondición para la democracia. Una sociedad se define por el modo en el que se comporta con los animales o con las plantas o con los niños, pero también por su modo de relacionarse con los muertos. Claro que es un diálogo difícil, pero el verdadero diálogo se ejerce con quienes son radicalmente otros, lo mismo los otros de lo humano: océanos, habitantes del futuro, espectros… ¿Cómo hablar con las fuerzas de las que depende la comunidad que no son la propia comunidad? Son cuestiones que históricamente las distintas culturas se han tomado muy en serio. La literatura, la escritura, el arte en general son medios privilegiados para esa conversación y, desde el principio, he imaginado este libro como una gran tertulia con el mundo de espíritus que también es la transición, con su ciudadanía fantasmal, y con sus almas en pena, sus yonkis, sus vampiros. Y he invitado a ese mundo a que trajese sus propias voces a mi texto, contándolo en sus propios términos, poniendo mis herramientas de historiador y de filólogo al servicio de esta conversación civil. Me he sentido un poco como invitado en una fiesta ajena, descubriendo afinidades con un mundo del que ni sabía de su existencia. Pero los muertos de la transición me han tratado muy bien.

Muchas de las historias y reflexiones que realizas se basan en pintadas, historias orales, fanzines fotocopiados y anécdotas que hablan de un mundo lejano. ¿Por qué no quedó memoria de todo esto salvo en canciones y grafitis?

Es cierto. Esa documentación menor, precaria, dispersa tiene la capacidad de captar su época de un modo mucho más intenso, en sus matices y contradicciones. Estos materiales no fueron pensados para justificar un orden, para legitimar un gobierno, sino para construir de modo urgente y desnudo una vida mejor. No nacen de la voluntad de durar y conservarse, sino del deseo de arder e iluminar. Por eso son testigos más fieles de las luces de un tiempo. Creo que esto se entiende mejor desde una anécdota. En una conferencia de Concha Lorenzana, una activista feminista del Centro de Mujeres de Vallecas (una experiencia pionera de información, cuidado, educación y apoyo feminista en la periferia de Madrid), hablaba de la ausencia de documentos de sus luchas de entonces. Lorenzana contaba que estaban tan preocupadas por cambiar las cosas, tan absorbidas en su tarea, que no pensaron en generar un archivo de su movimiento. La paradoja —decía— es que en nuestra época funciona la lógica contraria: en una manifestación pueden ser cuatro o cuatro mil, pero lo importante se juega en la capacidad de circular por las redes imágenes como evidencia de que el evento ha existido. Los materiales efímeros habitan esa distancia entre presencia y acontecimiento.

En los años setenta, los documentos efímeros aparecen formalmente vinculados a las formas de lucha. Un grafiti, un poema, una pancarta no buscan construir genealogías: no son un documental de Victoria Prego, una placa en el congreso, una estatua. En los documentos efímeros la forma es ya parte de la lucha en la que se insertan. Por ejemplo, en un grafiti no cabe separar forma y función, porque su función ya es «ser grafiti», ya es reclamar el uso ciudadano de la pared, contra el texto comercial de la publicidad, contra el gris de la ciudad, con voces y demandas silenciadas. Las formas efímeras resisten a la manipulación de la historia, porque se agarran a la urgencia y complejidad del presente, aunque, a cambio, no sean duraderas. En buena medida, mi trabajo —y el de otros investigadores como Rabuñal o Berzosa— ha consistido en perseguir algunas de estas formas efímeras, registrándolas, estudiándolas. Porque en ellas se expresan las muchas contradicciones que atraviesan todo tiempo, la pluralidad constitutiva de la experiencia histórica.

Dedicas una buena parte del libro a los hijos de los vencedores vencidos (a los Haro Tecglen, a los Panero, etc.). ¿Es posible seguir viviendo en esa dialéctica una vez llega la democracia?

Las cosas siempre vienen de algún sitio. La experiencia de la derrota y de la represión crea una sensibilidad especial entre quienes la heredan y se mantienen leales a la misma, como explicaba Rafael Chirbes en La buena letra (1992). No se trata tanto de una dialéctica dura de la identidad, ni mucho menos de una maldición edípica, sino de pura educación sentimental, de un patrimonio moral. Chirbes dedicó una buena parte de su obra a explorar estas herencias, complejas, múltiples, donde se cruza lo ideológico y lo social. En La larga marcha (1996), Chirbes cuenta que crecer entre las familias humildes de posguerra generaba un habitus de derrotado, una marca social que afecta al lenguaje y al cuerpo, que diferenciaba a los hijos del pueblo frente los hijos de la burguesía franquista. Estos, además, se desenvolvían magistralmente en el entorno de las luchas estudiantiles radicales. Porque la dialéctica que no caduca nunca es la de las clases sociales: los hijos de las élites son entrenados para reproducir el mundo del que provienen, aunque para eso tengan que disfrazarse de revolucionarios durante su juventud. La marca de clase significa exactamente eso: los conocimientos y destrezas, las picardías necesarias para poder reproducir el mundo del que provienes, los privilegios o la escasez que tu clase sabe administrar y de los que emana su poder.

Otra cosa distinta es la educación ideológica, cierta herencia republicana, muy fuerte en algunos de los protagonistas clave de la contracultura, que funcionó a veces como un freno de mano contra el cinismo, como un superyó moral frente al cambio de chaquetas de la transición. Como una voz noble del pasado. Y no es casualidad que el testimonio más lúcido sobre la clausura de los horizontes transformadores de la ciudad transicional se llame Madrid la Tricolor y lo firme un hijo y nieto de republicanos, justo antes de su muerte. Ni que el fundador de La Vaquería provenga de un linaje libertario. Por supuesto, estas secuencias morales no se verifican de manera directa, automática, pero siguen siendo flujos de sentido, de autoridad, de experiencia.

¡Y es que lo siguen siendo hoy! No es casualidad que Fernández Díaz, al tiempo que blindaba las fronteras, se fuese al Riff a reivinidicar a los héroes de la guerra colonial, porque hay un linaje ahí, y del arma de Caballería. Tampoco es casualidad que alguien como Emilio Silva, que funda la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, tenga un abuelo republicano. Ni que alguien como Javier Cercas dedique sus novelas a tratar de convencer a sus lectores que se puede tener una familia falangista y ser buena persona, lo que evidentemente no es un punto en disputa. Pero el punto en disputa, en mi perspectiva, sí consiste en averiguar cuáles son los linajes en los que debe fundamentarse moralmente la democracia, porque para eso hay genealogías que nos sirven y otras que no. Y quizá el linaje de los falangistas arrepentidos —después de perder el poder y la guerra (mundial)— no sea el más edificante… Pero quizá sí debamos recuperar las experiencias cívico-populares de emancipación y de resistencia. Todas las personas tenemos una familia, claro, pero no todas tenemos que distanciarnos moralmente de la misma, o no por las mismas razones. Ni todo el mundo pretende convertir su peripecia familiar en el relato oficial de la nación. Y es que muchas veces, a propósito de los intérpretes oficiales de la guerra y de la transición, resulta difícil separar historiografía y psicoanálisis.

¿Qué separa a «Los adoradores del volcán» de «El bosque de los letrados de la RAE»?

Ya Valle-Inclán, en Luces de bohemia (1920), supo mostrar cómo en el interior del Ministro de Interior hay un pistolero de la patronal, un malversador de fondos y un poeta de la bohemia, y que estos tres personajes conviven pacíficamente, de forma un tanto posmoderna, en el alma del hombre de estado. Lo que los poetas de la transición («los adoradores del volcán») perseguían —ese arrebato, ese deslumbramiento, ese deseo de potencia y de autenticidad que aprendieron a querer entre las páginas de Malcolm Lowry— está al alcance de cualquiera que haya soñado que otra vida es posible leyendo un libro, escuchando una canción o viendo una película. Es la base de la experiencia política, un trabajo de enamoramientos que comienza con la infancia, con la misión de escaparnos del sitio que nos fue previsto para fabricarnos otro donde podamos reencontrarnos con el mundo en términos más plenos. Muchos jóvenes de la transición decidieron dedicar íntegramente sus vidas a la persecución de ese deseo, hasta convertirse en él.

El letrado del bosque, el escriba sentado, el funcionario del mandarinato (cada cual del suyo, y no me excluyo) conoce ese deseo y ha aprendido a comerciar con él, a dominarlo, a ponerlo al servicio de otras metas o, en el peor de los casos, lo ha matado. Hay quien diría que eso, en algún punto, es necesario, un poco como se planteaba Unamuno en San Manuel Bueno, mártir (1931), que el único buen sacerdote es el que, en realidad, no cree en dios. En fin, hay algo de esa disociación (Mandarín de día y Adorador del volcán de noche) que es muy propia de la modernidad. La expresan esas figuras dobles, como el Banquero anarquista (1922) de Pessoa, donde el capitalismo y la revolución habitan el mismo cuerpo, son las dos caras de la misma moneda. O dicho en términos de la transición: no hubo cuerpo que la atravesase que no fuese a la vez tocado por el fascismo y por la utopía. Como tampoco hay subjetividad dentro del capitalismo que pueda estar plenamente fuera de él, al igual que ninguna subjetividad puede ser colonizada totalmente por el mercado y sus lógicas. Siempre hay un fondo de resistencia, una pulsión no regulada, un lugar sin letra, sensible todavía a los sueños de la letra. En todo caso, por volver a vuestra pregunta, en mi opinión no hay ninguna relación probada entre ser un buen escritor y ser un buen animal institucional, como no la hay entre amar la literatura y ganarse la vida con ella. A veces, se diría, pudiera ser al revés.

 

¿Queda espacio para la poesía en la era de los diputados youtubers?

Dicen que hay incluso algún diputado poeta, no sé. Se dén o no ese nombre, los y las poetas siempre están en su sitio, dedicándose a sus oscuridades jineteras o morfinómanas, lúcidos, erráticos, pensando las formas del deseo y las del ruído, las de la vida en común, gritando co-co-co-us. Siguen no deserto, creando, desde fuera del mundo, un lugar para el mundo. Los y las poetas, como «los espíritus (decía Palés Mato), trabajan». Y trabajan a su bola. Mientras las plazas estaban llenas de gentes imaginando un mundo nuevo en 2011, Miguel Grimaldo componía El gato de Schrödinger (2012), un disco desolador, de una lucidez asesina, que habla de otro deseo que también estaba allí, por debajo de todo, cuando nadie quería escucharlo, una pulsión de muerte y de destrucción propia de los dosmiles, que hoy también va encontrando sus cuerpos. Los poetas traen sombras en tiempos de luz y viceversa.

Si el congreso es la sede de la democracia, ¿cuál es el after?

Dicen por ahí que desde que cambiaron las papeletas por papelas, el after es la Moncloa. Me acuerdo de la iniciativa de hacer controles antidopaje en la puerta del Parlamento, que era una propuesta con su gracia, y su razón de ser, muy 15-M. Pero lo del after que dice Ramsés Gallego es finalmente cierto, en el sentido de después, de después de las luchas de las asociaciones, de la ciudadanía, de la participación, de la contracultura, de la represión, llega otra forma de hacer política. Después de las luchas ciudadanas, llegan los pactos de la Moncloa. Y luego la after-política del PSOE en los ochenta. Y es que la institucionalización de la protesta política supuso la devastación de muchas formas de organización de base que entonces eran importantes. Alguien podría pensar que algo de esto ha vuelto a suceder. El Coleta, siempre fino, percibió el vaciamiento de lo político que también se expresaba en las elecciones generales de 2016.

¿Es este un libro de la memoria de Jóvenes airados de Loquillo?         

Es más de sus hermanos mayores, enragés también, pero de otro modo, más armados en lo político e igual de comprometidos en lo cultural. La experiencia de la generación de Loquillo —y de sus seguidores, sobre todo— queda un poco desdibujada al final del libro, son los chavales para los que Franco significa ya poco, que ven la transición como un gigantesco recreo de su adolescencia, donde la autoridad y los poderes se han evaporado. De la trayectoria vital de esta quinta me he ocupado menos, pero todavía algo. Es la más castigada por la expansión de la heroína, y donde mayor mortalidad temprana se produce. Se trata de una generación que llega tarde a todo pero que se muere muy joven. Parecería que su papel en la historia de la contracultura es de comparsa, y ni siquiera tiene la oportunidad de narrarse. Por todo eso es importante la memoria de Loquillo. Habla de una dignidad obrera, de barrio, de supervivientes —aunque exclusivamente masculina—, de tipos que mantienen el tipo. Es un poco el imaginario de los currantes de las series de la televisión española. Los tipos sensibles y nobles que, pese a todo, siguen donde estaban, levantando el país. Tipos a los que apelan los anuncios de lotería, la «bendita gente» imaginaria de las campañas electorales. La de Loquillo fue una generación que tuvo que preguntarle a sus mayores, ¿Dónde estabas tú en el 77?, porque en el 82 ya estaban en otra parte, en el parlamento o en la heroína. Una generación que ya no vivió las luchas autónomas, pero cuyos miembros lograron «convertirse en autónomos», ser «sus propios jefes». Ese deseo no es ajeno a la experiencia de la contracultura. Con toda su «falsa conciencia». En todo caso, de Loquillo, me quedo con eso de que preguntar «¿quién ha sido el culpable?» «si las calles ya no arden».

 

¿Sabina o La Polla Records?

¡Camarón!

Pero si me das a elegir, yo escojo La Polla, claro, aunque sólo sea por ese verso que ya comentamos: lo llaman democracia y no lo es. Que es tan suyo como nuestro, como de Bruce Cockburn, de su disco World of Wonders (1986): call it democracy.

 

¿Cuál sería la manera más apropiada de dar conocimiento público a la otra historia de la transición?

Haciendo una transición de nuevo. Y es que, en la medida en que estos procesos de construcción de vida nueva, de participación ciudadana, de movilización de la estética, sean de nuevo pertinentes, más necesarias serán las memorias de los setenta que hablan de esto. No me parece anecdótico que los últimos años hayan puesto en circulación historias, documentales y libros con otros relatos del periodo. Tiene que ver con esa conversación entre tiempos de la que hablábamos. Pero no basta. Hay un trabajo necesario por hacer de divulgación, de mediación, para que ese pasado se conozca mejor. Hacen falta otros modos de historia ciudadana, con otros formatos digitales. El Coleta ha hecho más por la memoria de la cultura de barrio de los setenta que todos los historiadores de la transición juntos. Y no se trata de que sean tareas incompatibles, o de que no nos podamos aliar para realizarlas. Pero es cierto que, en general, los académicos no somos muy buenos en esto. Creo que también está cambiando algo, al menos en términos de conciencia y sensibilidad. Pero es como un curro añadido: no basta con investigar, producir y escribir, tienes también que postproducir, diseñar y comunicar… Vivimos en una era de ejércitos de un solo hombre.

 

Un disco con el que has escrito este libro, o varios, ya que son 600 páginas.

666 páginas exactamente: menudo susto. Escribí el libro con buena música de fondo. Mucho La leyenda del tiempo, con la que abro el libro, Milladoiro, La Mandrágora, Chicho Sánchez Ferlosio, Triana (Hijos del agobio), Smash, Pau Riba, Banzai, La huerta atómica de Mike Ríos, Siniestro Total (Nocilla, ¡qué merendilla!), Os Resentidos, Mikel Laboa, Derribos Arias, Eskorbuto (aunque no aparece mencionado), Albert Pla (y Veintegenarios en Albuquerque), Xaime Noguerol, Pepe Sales, Lole y Manuel, Pata Negra, Kraftwerk, Jonathan Livingston Seagull, el Magical Mystery Tour de los Beatles y London’s calling de The Clash. Fue un lujo. También otra música más actual, pero de alguna forma cercana (discos en bucle de Gotan Project, Fluzo, Doble Uve y Elphomega). Y cuando las cosas se ponían complicadas, Infected Mushroom, o ya, en el límite de los límites, Jordi Savall y Tous les matins du monde.

 

¿Hay alguna manera de no ser culpable por la literatura?

Quizá esa manera consista en hacerse consciente, de «salirse» de esa condición «culpable» que viene dada con el lenguaje, donde somos a la vez sujetos y objetos de lo que decimos. Se trataría de adueñarse de las palabras con las que nos nombramos y de los mundos que estas asocian. Un ejemplo: cuando pensamos en nuestras relaciones en términos de gestión de recursos o de nuestra vida en términos de inversiones hay una racionalidad, que podemos llamar neoliberal hablando por nosotros, condicionando lo que podemos y elegimos hacer y vivir. Se trata de aprender que no sólo usamos el lenguaje sino que, a su vez, somos usados por él (y por quienes lo organizan), que no solamente contamos historias, sino que también somos contados por ellas. Y que muchas veces somos borrados de las mismas. De alguna manera la culpabilidad literaria tiene que ver con la posibilidad o la imposibilidad de emanciparse. Tiene que ver con nuestras capacidades de decirnos o de que nos digan, con los juegos de las formas de vida y de lenguaje, que nos permiten o no organizar nuestros mundos de otras formas. Es un proceso que todos y todas experimentamos individual y colectivamente. La culpabilidad literaria habla del proceso contradictorio, utópico o dramático, por el que nos vamos construyendo como ciudadanos de una democracia por venir, en el trabajo de darnos un lenguaje para ello.

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