El Partido Tóxico y la Hipótesis de la Gran Coalición
Leo Moscoso
Decía cierto sabio de Florencia a propósito de la guerra, «colui che vuol’ farla non puó, e colui che puó non vuole». En relación con el gobierno, aquí las cosas están igual: el que quiere formar gobierno, no puede; y el que puede, no quiere hacerlo. Así que ya nos lo ha dicho hasta el Financial Times: el PSOE debería abstenerse y facilitar que un gobierno del PP pusiera en marcha la legislatura. Los partidarios de esta tesis lo repiten sin cesar: después de todo, el PP ganó las elecciones.
– I –
No parecen reparar, sin embargo, en que, si el que quiere no puede y el que puede no quiere, ello indica que los dos grandes partidos continúan siendo el obstáculo principal para que se produzca el desbloqueo de las instituciones. En una democracia parlamentaria los electores no votan por su gobierno favorito sino que eligen la composición del parlamento. Parece que a muchos de estos populares les gusta el presidencialismo, aunque para ello sería mejor que optasen por la república en lugar de la monarquía. Bajo la monarquía parlamentaria, ser la opción más votada en las legislativas no confiere al vencedor de la liza electoral derecho alguno al monopolio del gobierno y, menos aún, a exigir que las demás opciones deban plegarse a ese resultado y votar a favor del candidato del partido ganador o facilitar en modo alguno su investidura mediante la abstención. Ser investido sin la oposición del PSOE es lo que exigía el candidato que ha perdido las votaciones del 31 de agosto y del 2 de septiembre.
Lo exigían el candidato Rajoy y sus correligionarios, con ese tono campechano, como si fuera una cosa de lo más normal, para después poner a circular el argumento de que si no hay gobierno y se ha de ir a una nueva convocatoria electoral la culpa la tienen quienes no se han avenido a dar su voto al partido del que deben ser… ¡oposición!
Quienes tengan la edad suficiente recordarán el chiste simplón que circulaba sobre Alianza Popular cuando su presidente, el exministro de la dictadura Manuel Fraga, nombró a Antonio Hernández Mancha su sucesor en la jefatura del partido. El chiste que circulaba en vísperas de las elecciones generales de 1986 era este: «No vote a Alianza Popular, porque Hernández mancha». Desde luego, tener más votos que nadie no significa, como muchos corifeos del PP creen, ser la mayoría, ni tener el monopolio de la representación de interés general, ni del país, ni de España, ni de sus pueblos y gentes. Tener más votos significa simplemente estar en mejores condiciones que otras fuerzas políticas para forjar una mayoría parlamentaria que permita al ganador determinar la composición del Gobierno. Dejando esta obviedad de lado, el chascarrillo de 1986 sugiere que en España hay una inveterada tradición de considerar al PP un partido tóxico, algo que es imposible no sospechar viendo la premura con la que el partido que ha suscrito el acuerdo de investidura con el PP quiere darlo por decaído para poder tomar distancia del candidato y de la organización que, por el momento, continúa respaldándolo.
Es decir que las razones para no apoyar ni por acción ni por omisión un gobierno del PP, podrían tener que ver con cuestiones de mucho mayor calado que la crisis de un PSOE que inevitablemente habría sellado su partida de defunción en una Gran Coalición con la derecha o las dificultades inherentes a brindar apoyo a una organización política que apesta a corrupción por los cuatro costados. Sobre lo primero, ya se sabe; lo repiten sin descanso, en ese tono matter-of-fact, tanto los chicos más aseados del PP como sus más feos portavoces, y recientemente lo recordaba también en el semanario Ahora, en defensa de la abstención socialista para entregar el gobierno al PP, el que fuera el peor ministro de educación de la etapa de Felipe González: ha habido y hay grandes coaliciones no sólo en Alemania sino también en otros países de la UE. Sobre lo segundo nos dirían que sobran las exageraciones: ¡como si fuera la primera vez que alguien pacta con un partido presuntamente implicado en algún caso de corrupción para hacer posible un gobierno! Si miran ustedes hacia el sur, verán que IU dio su apoyo por pasiva al PP en Extremadura y por activa al PSOE de Andalucía, mientras que C’s, los campeones de la regeneración, ha apoyado al corrupto PSOE andaluz, y al aún más corrupto PP de Madrid… y no se ha parado el mundo. También lo hicieron los partidos nacionalistas vascos y catalanes con distintos gobiernos corruptos de Madrid. De modo que, ¿a qué tanto alboroto?
– II –
Para substanciar la hipótesis del partido toxico, tendremos a mirar hacia el pasado, pero por el momento no nos hará falta retroceder hasta los años ochenta. Nos bastará con observar la oposición que el PP hizo a los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero entre 2004 y 2011. Durante los años del primer mandato de ZP era corriente salir a la calle y encontrar, un domingo sí y otro también, a una turba enfurecida vociferando: «¡Zapatero, embustero! ¡Zapatero es ETA!»; o abucheando al entonces presidente del Gobierno en toda clase de actos públicos. Me dirán que aquéllas no eran más que expresiones de la indignación popular y estaría dispuesto a creerles si no fuera porque las soflamas que vociferaban esos otros indignados habían sido antes cocinadas en el Congreso y en el Senado, difundidas por emisoras de radio y televisión afines al PP, y, en fin, porque aquellas manifestaciones contaron en no pocas ocasiones con el apoyo explícito e incluso la participación de exministros, altos cargos municipales y regionales, y otros destacados dirigentes del PP. Un día era por la Ley del Aborto, otro contra la Ley de Matrimonio entre Personas del Mismo Sexo, otro por la fallida negociación del fin de la violencia en Euskadi o porque los jueces de vigilancia penitenciaria habían puesto en libertad a algún preso con su condena cumplida, y al siguiente en contra del Estatut que busca «romper España de la misma forma que la negociación con ETA o la legislación sobre la memoria histórica». Sólo dejaron de hacerlo cuando desde 2008 vieron en la crisis económica un medio mucho más eficaz para volver a La Moncloa. Pero también ahí, por más que los gobiernos de Aznar se hubieran hartado en los años anteriores a 2004 de inflar la burbuja inmobiliaria que estallaba en 2008, volvieron a repetirlo: «La culpa es de Zapatero».
Da un poco de risa, la verdad, contemplar a estos chicos que hace no tantos años vociferaban «Zapatero embustero» a la primera ocasión que se les presentase, pidiendo ahora el apoyo, bajo la forma de Gran Coalición o de la abstención parlamentaria, a los diputados… ¡del partido de Zapatero! Así que ahora me es posible decir que el PSOE tiene razón en negarle su apoyo al PP, cosa que muchos esperamos que sigan haciendo, tal y como sus dirigentes han anunciado. Las razones del no no radican, como ha pretendido hacernos creer la banda de pijos arribistas que desde el XXXVIII Congreso se convirtió (con el apoyo del viejo aparato que nunca ha dejado de gobernar el partido desde Suresnes) en inquilina de Ferraz, en una cuestión de ideología y programa. El apoyo que el PP desea del partido de Zapatero no es posible, y no lo es porque el PSOE sea un partido de izquierda (puede que no lo sea), sino porque el PP es un partido lleno de extremistas de derecha. Trataré de substanciar esta afirmación.
En efecto, bastaría con mirar de cerca al gobierno nombrado por Rajoy para darse cuenta de ello, pero nosotros volveremos a mirar hacia el pasado. Porque, en efecto, el problema no es solamente la pervivencia del franquismo en el interior de un partido fundado y dirigido durante años por franquistas: el problema es también la pervivencia del franquismo en la misma sociedad civil española que vota por el Partido Popular. Veamos.
Los historiadores ya han señalado que la Transición dejó varios cuerpos del aparato del Estado sin depurar. Tras la última intentona golpista de febrero de 1981, al ejército franquista lo depuraron los esfuerzos del PSOE, por aquellos años recién estrenado en el Gobierno, por pasar a la entonces llamada escala B a muchos de los mandos conniventes con el franquismo, y también contribuyó a ello la forzosa internacionalización de las fuerzas armadas a partir del ingreso de España en la OTAN en 1986. Sin embargo, la judicatura continuó con los usos del franquismo: oligárquico, faccional y corrupto, el «esprit de corps» del cuerpo de jueces, su inveterada endogamia, y su aparente invulnerabilidad frente al resto del aparato del estado, facilitaron la transmisión a las generaciones siguientes de los usos y sesgos ideológicos procedentes del aparato represor del franquismo. Usos y sesgos que han mostrado una enorme resiliencia y han sido muy difíciles de erosionar, reforzados por el coste de las escuelas privadas de derecho y negocios (de las que en este momento España tiene una auténtica burbuja), los diseños curriculares pensados para aprendices de brujos que deben aprender todas las trampas del negocio procesal, y el coste —no la dificultad— de un sistema de oposiciones basado en el aprendizaje memorístico, para el que se precisan largos períodos de memorización que no todas las familias pueden permitir a sus hijos recién graduados. Las escuelas de derecho y economía de la empresa en la que las élites económicas y políticas reclutan a sus continuadores más jóvenes, también han contribuido a la endogamia de ciertos cuerpos del aparato del estado y a la perpetuación de sus sesgos ideológicos. Se puede decir que hoy existe en España un ejército de jueces, fiscales, abogados del estado, notarios, registradores de la propiedad que siguen teniendo vínculos económicos, ideológicos, e incluso de parentesco con la vieja casta judicial de la dictadura. Se dirá que sucede también en la profesión médica o en el mundo empresarial y bancario, y es verdad: España es probablemente el único lugar del mundo en el que los hijos heredan la presidencia de los bancos de sus padres, pero eso no quita un ápice de mordiente a la anterior afirmación.
Esta pervivencia, esta falta de ruptura con el régimen anterior al 78, es la que explica el tono matter-of-fact que emplean los portavoces de la derecha cuando defienden que deba votarles un partido al que han insultado impunemente. Ellos lo ven normal: no me refiero a lo de insultar al partido de sus adversarios – que también – sino que ven normal poder contar con los votos del PSOE. Se trata de un velo ideológico que oculta la gran anormalidad que en último término explica por qué no habrá Gran Coalición. A tal efecto será interesante advertir el error de análisis simétrico cometido simultáneamente por los dirigentes del PP y por un sector de la dirección de Podemos: mientras que los primeros ven en la Gran Coalición, “la propuesta más razonable”, los últimos, que por supuesto no la ven nada razonable, la daban por descontada tan pronto como descubrieron que había indicios de que un sector de la vieja dirección del PSOE sostenía posiciones favorables a la misma. O sea, que los que quieren la Gran Coalición pero no pueden tenerla, la ven como la alternativa más razonable, mientras que quienes ni la quieren ni la ven razonable la habían dado prácticamente por descontada.
El PSOE, sin embargo, es un partido muy antiguo, con memoria suficiente como para no olvidar el alto precio pagado en los años treinta por la cohabitación con la dictadura de Miguel Primo de Rivera durante la década anterior. El error de análisis se origina en la evidencia de que algunos dirigentes socialistas abogan por la Gran Coalición o al menos por otra fórmula que permita entregar el gobierno a la derecha sin terminar ellos mismos intoxicados. Ahora bien, querer no es poder, y la prueba es que incluso buena parte de quienes abogan por alguna de estas fórmulas parecen ignorar este límite: que España no es Alemania. En Alemania y en Italia hubo ruptura con el nazismo y el fascismo. En España no. La extrema derecha española —que durante décadas tuvo al ejército, a la Corona o a la iglesia católica como su verdadero partido— ahora está toda ella en el PP. Aunque puede que en el futuro su propia corrupción la empuje a tener que buscar una versión aseada de sí misma y tenga que migrar a otra organización, que probablemente ya está lista para ello, tal escenario no es el caso, por el momento.
– III –
Muchos defensores de la Gran Coalición dentro del PSOE y en el análisis periodístico progresista pasan de puntillas, o directamente de largo, sobre la conspicua ausencia de un partido de extrema derecha en España: el reciente análisis del rotativo norteamericano The New York Times sobre el crecimiento de los partidos de extrema derecha en Europa, dejaba a España en un limbo sorprendente. Lo cierto es que si en España hubiera un partido significativo de extrema derecha distinto del PP, la hipótesis de la Gran Coalición con el PP sería mucho más verosímil. Ahora bien, incluso el que fuera el más impopular de todos los ministros de educación de Felipe González, José María Maravall, tampoco parecía reparar en este punto. España debe parecerse a Alemania —repetía una y otra vez en su artículo del semanario Ahora— pero no reparaba en el elemento que imposibilita esa plena convergencia. Aunque sin duda los hay en su interior, el PP no es un partido de demócratas cristianos y liberales como los que redactaron las constituciones de Italia y Alemania en la última posguerra, sino una organización fundada por varios ministros de Franco, que se ha negado a condenar el franquismo en varios parlamentos, a legislar la anulación de las decenas de miles de sentencias sin garantías promulgadas por los jueces de la dictadura, a cumplir con la Ley de Memoria Histórica escondiendo su negativa, como recientemente ha sucedido en el consistorio de Brunete (Madrid), gobernado por un regidor del PP presuntamente implicado en varios casos de corrupción, en la declaración de las placas y monumentos que celebran la dictadura y la represión como «bienes de interés cultural», y que mantiene vínculos ideológicos, económicos y de parentesco con la oligarquía que engordó a la sombra de la dictadura. Tendría que haber un enorme partido de extrema derecha que no fuera el PP, para que los no franquistas del PP estuvieran libres de toda sospecha, y tendría que haber un acontecimiento muy grave —un atentado de dimensiones inéditas, probablemente— para que fuera posible, dentro de la cultura del PSOE, el pacto con el PP.
Puede que el mozalbete de Ferraz y la banda de secuaces que tiene detrás tengan razón cuando hablan del sectarismo del PP en el pasado: los que no quisieron pactar nada en el pasado, los que aplicaron con arrogancia el rodillo parlamentario de su mayoría absoluta, ahora que ya no la tienen claman por la unidad en nombre de la patria amenazada. El mismo nombramiento de Rafael Hernando, el mejor ejemplo de parlamentarismo macarra y criptofascista que se recuerda desde la transición, como portavoz del PP en el Congreso de los Diputados demuestra la escasa disposición del PP hacia el diálogo y el acuerdo.
El problema es, naturalmente, que, con la excepción, precisamente, de los dos mandatos de Zapatero, también el PSOE se sirvió en el pasado del rodillo de sus mayorías absolutas. De manera que, igual que no parece muy sólido el argumento de la corrupción (también la hay en el PSOE, y casi todos los partidos que conocemos han apoyado opciones tóxicas en un momento u otro de sus trayectorias), tampoco el de acusar de sectarismo e intransigencia al oponente que ahora pide acuerdos parece sostenerse muy bien. De hecho, las malas relaciones entre los dirigentes del PSOE y del PP pueden explicarse —así lo hace la ciencia política más respetable— como una consecuencia natural de las dificultades de ambos para distinguir sus programas y sus prácticas de las de sus oponentes: allí donde el margen de maniobra no permite que las políticas públicas puedan diferenciarse significativamente, se busca legislar sobre asuntos que polaricen a la opinión pública al tiempo que afectan a un número relativamente pequeño de ciudadanos y movilizan aún menos recursos financieros del estado. Alimentar la confrontación ideológica es barato y eficiente, sobre todo si, como es el caso con mucha frecuencia, los dirigentes cuentan con una clientela de seguidores tan convencidos de tener la razón de su lado que no están dispuestos ni siquiera a aceptar que deben vivir en un mundo en el que sus adversarios también tienen derecho a la existencia y a la visibilidad.
– IV –
Si la toxicidad del PP no depende la corrupción que en este momento lo devasta, ni de su sectarismo e intransigencia en los tiempos en los que disfrutó de mayores cotas de poder, parecería que tendríamos que dar la razón a los chicos de Ferraz: no se puede apoyar al PP porque el PSOE es, ideológica y programáticamente, un partido de izquierda. Sin embargo, como he anunciado más arriba, no se trata de eso. Una buena pregunta al respecto es la de por qué puede el SPD sobrevivir a una Gran Coalición con la CDU en Alemania, pero no el PSOE a una experiencia semejante de la mano del PP.
Para responder a lo anterior, necesito referirme al último filón que he dejado hasta ahora sin explorar: la patente falta de voluntad, o la incapacidad, del PP para encontrar amigos entre los partidos de centro-derecha de las distintas naciones administradas por el estado español sugiere con fuerza que el más visible de todos los nacionalismos activos en la península, el nacionalismo español representado por el PP, es el mejor ejemplo de un nacionalismo excluyente. Que el PP no quiere o no puede entenderse con los partidos que son sus homólogos en las naciones periféricas del estado español era ya patente desde el segundo mandato de Aznar (2000-04), cuando la mayoría absoluta del PP convirtió en prescindible el apoyo de los nacionalistas catalanes al inquilino de La Moncloa, pero se ha convertido en una realidad acuciante desde que los gobiernos catalanes (Maragall, el Tripartit de Montilla, y los gobiernos de Mas y Puigdemont) y vascos (señaladamente el lehendakari Ibarretxe) emprendieron el camino del soberanismo moderado, diríamos a la canadiense, y más aún desde el final de la violencia de ETA.
La vía del acuerdo en un marco federal está cerrada desde el portazo del parlamento español a la propuesta de Ibarretxe, y especialmente desde el recurso del PP contra el Estatut catalán ante el Tribunal Constitucional y la pinza PP-PSOE para desalojar al PNV del gobierno vasco en la legislatura que dio comienzo tras las elecciones de marzo de 2009. No sólo dejó de haber diálogo centro-periferia sino que, al tiempo —eso sí— que lo ponía en la senda de la irrelevancia política en el País Vasco y Cataluña, la intransigencia del PP con el «separatismo de los que quieren romper España» le reportó al partido de los herederos del franquismo pingües beneficios electorales en las convocatorias municipales y regionales de 2007 y 2011. Mientras tanto, como es sabido, centenares de miles de ciudadanos catalanes se manifestaban por las calles: no a favor de la independencia, sino a favor del derecho a decidir. La lectura que hizo el PP, que había regresado al gobierno de Madrid en noviembre de 2011, es que se trataba de medio millón de separatistas indignados por el veredicto del Tribunal Constitucional contra el Estatut.
Pero no. A favor del derecho a decidir estaba la abrumadora mayoría del demos de Cataluña, y el origen de este nuevo escenario debía ser rastreado en los consensos rotos cuando los gobiernos de Maragall y de Montilla intentaron una reforma legal que fue enfrentada con la mayor virulencia por un PP que, mientras estuvo en la oposición hasta 2011, no dejó de presionar al gobierno de Madrid para que contestara con mano dura al «desafío soberanista». El resentimiento del pueblo catalán sólo pudo crecer cuando el PP regresó al gobierno y continuó empleando su beligerancia con los partidarios del referéndum como una socorrida tecnología de construir consenso fuera de Cataluña en torno a la uni-nacionalidad del estado español. Si la balcanización de la ex-república de Yugoslavia muestra que los pueblos acaban por estar separados cuando no se les ha dejado decidir de qué manera quieren estar juntos, el nacionalismo español no pudo o no quiso entender que hace falta el consenso de dos para estar juntos, pero basta con la voluntad de uno sólo para estar separados. Nadie entendió entonces la obstinada oposición del PP al nuevo Estatut catalán y —a la luz de las experiencias de Quebec en Canadá y de Escocia en el Reino Unido— nadie entiende hoy por qué el gobierno de España priva del derecho a decidir a los ciudadanos de Cataluña, especialmente si —como los dirigentes del PP, hoy un partido marginal en Cataluña, no se cansan de repetir— la inmensa mayoría de los ciudadanos de Cataluña quieren seguir en España.
Ahora que, gracias a la intransigencia de la derecha española, la lucha por la soberanía en Cataluña ha terminado por converger con la lucha por la democracia, sorprende que los que pirómanos que incendiaron las relaciones entre Cataluña y España en primer lugar quieran ahora hacer también de bomberos. Pero la razón de todo ello es bien simple: fuera del País Vasco y de Cataluña, los nacionalismos vasco y catalán han demostrado ser una herramienta de lo más eficaz para recolectar votos para el nacionalismo español más excluyente. Aunque una convicción básica que subyace a cualquier democracia es que las leyes deberían estar hechas al servicio de los pueblos, el Partido Popular español se obstina en poner a los pueblos al servicio de las leyes, empleando el estado de derecho como una coartada para no hacer política, en lugar de emplear la política para cambiar las leyes que ya nadie apoya en Cataluña. Pontifican sin parar sobre el estado de derecho para oponerse a la voluntad popular, pero al tiempo no parece que les importe en igual medida la observancia de otros principios constitucionales ante los que exhiben una actitud de ostentoso desprecio. La soberanía no puede dividirse —decían en respuesta al referéndum convocado por el gobierno de la Generalitat en noviembre de 2014— aunque nadie pareció darse cuenta de que el gobierno de Madrid podría haber sacado las urnas a la calle el mismo día en el resto de España también.
– V –
A finales de 2014 el gobierno del PP tenía por delante nuevas elecciones municipales y regionales en la primavera de 2015 y, tras el receso estival, las elecciones en Cataluña y de nuevo las legislativas que fueron convocadas para el 20 de diciembre de 2015. Pese al triunfalismo gubernamental, los indicadores
económicos eran adversos (especialmente los de déficit, deuda pública, fondo de reserva de las pensiones, empleo y consumo interno), al tiempo que el gobierno de Rajoy se encontraba sitiado por la aparición de Podemos en las elecciones europeas de mayo de 2014, por las encuestas adversas y por la corrupción. Sólo gracias al desafío de los “radicales” de Podemos y de los «separatistas» catalanes pudo el gobierno popular —enormemente desgastado por la oposición en la calle y por la corrupción— presentarse todavía como el encargado de la misión de «rescatar a España de los populismos y los nacionalismos».
Lo cierto era, sin embargo, que España nunca había estado en manos de un gobierno tan extremista como el del PP, ni tan cerca de romperse como desde que el gobierno de Rajoy administraba desde La Moncloa la ausencia completa de diálogo con Cataluña. La derecha española era bien consciente de que haría falta mucho más que «salvar a España de los separatistas» para poder ganar las elecciones del 20 de diciembre de 2015, y por esa razón, a pesar y en contra de las cargas del déficit público y la deuda, el gobierno del PP puso en marcha en 2015, sin anunciarlo ni fuera ni dentro del país, el programa de expansión fiscal más radical que se recuerda desde la Transición. El gasto público creció un 4% en 2015, y el programa de condonaciones fiscales, que no tenía otro propósito que el de sobornar a los electores, incluyó medidas como rebajas fiscales o la devolución de pagas extraordinarias impagadas a los funcionarios públicos desde 2011.
De hecho, España no fue salvada del nacionalismo por el PP, y el bloque soberanista que presentó una lista única a las elecciones del 27 de septiembre de 2015, aunque perdiera el peculiar plebiscito que había convocado, ganó las elecciones, dejando al PP como fuerza política marginal en Cataluña. Que la gente no es racional sobre la política, que las emociones cuentan y que los políticos las movilizan y las manipulan, no debería ser una sorpresa para nadie.
Lo que no se dice con tanta frecuencia es que, de todos los populismos y nacionalismos ibéricos, el más agresivo y excluyente de todos ellos es el nacionalismo español que el PP representa con tanta eficacia. El nacionalismo español es, sin embargo, invisible para la inmensa mayoría de los nacionalistas españoles. Ello no obedece exclusivamente al hecho de que el nacionalismo español tenga a su servicio un aparato del estado que el resto de los nacionalismos ibéricos no tienen. Se trata de algo más: desde hace casi dos siglos, el nacionalismo español se ha definido siempre por oposición a los nacionalismos vasco y catalán. Vive, por consiguiente, de movilizar los sentimientos nacionales españolistas y anti-catalanistas para construir consensos «en contra de la corrupción en Cataluña», aunque esos consensos sólo sirvan al final para consolidar los apoyos a la corrupción en España.
Está claro que los políticos no deberían actuar como si los sentimientos nacionales no tuvieran importancia. Ello implica respeto, una deontología que prescribe —so pena de balcanización— no movilizar los sentimientos nacionales en las propias filas en contra de otros pueblos o minorías, y el reconocimiento de que el reconocimiento importa. Mazzini dijo una vez que las naciones están hechas de fe, lo que probablemente deba entenderse como que la patria no se adquiere por nacimiento sino por el sentimiento de pertenencia. Los nacionalistas españoles deberían estar muy preocupados de que España sea un país del que tanta gente tiene que irse o, peor aún, del que tanta gente tiene quiere marcharse. Que se sepa, más o menos la mitad de los catalanes, por el momento.
Para los que pensamos que es la política la que instituye la sociedad, la ruptura del estado español tal vez sería una buena noticia. El españolismo —además de una fe— es la ideología que la oligarquía española ha venido empleando para mantener a su pueblo subyugado y en la ignorancia, haciéndole creer que se encuentra siempre rodeado de enemigos irreconciliables, y el Estado español es la herramienta de opresión de la que se sirve la oligarquía española.
Tras las elecciones del 27-S de 2015 en Cataluña se verificaron las enormes dificultades de la ya desaparecida CiU para aguantar el desgaste producido por su propia corrupción y por sus políticas antisociales de austeridad fiscal, y pudo detectarse cierto trasvase de votantes de ERC hacia la opción más radical de la CUP. Ahora bien, el dato más importante para lo que aquí nos ocupa es que el PP quemó sus naves en Cataluña en aquella convocatoria. Aunque es cierto que el desafío independentista —con la formación in extremis de un gobierno de la Generalitat que llegó en el último momento, cuando ya nadie lo esperaba— sirvió para tapar las vergüenzas del PP hasta las generales, lo cierto es que “España se rompe”, sobre todo desde que el PP la gobierna: mientras el PP se sirva del carácter indiscutiblemente plurinacional del estado español para movilizar a su favor el voto del nacionalismo españolista, el PP no podrá ser una herramienta adecuada para gobernar España.
– VI –
Mientras el PP se convierte en una fuerza marginal en Catalunya, los que están a favor del derecho a decidir son mayoría absoluta. El PSC llegó a los 52 escaños con Pascual Maragall y en aquellos años los independentistas no llegaban al 20%. Hay mucha yesca por arder fuera de Cataluña, como prueba la agresión fascista de Madrid en la noche electoral del 27-s. Pese a que el españolismo de derecha tiene 36 escaños en el parlamento de Cataluña (25 de C’s y 11 del PP), y representan sólo el 27% de los sufragios, lo cierto es que los agresores de la librería Blanquerna de Madrid y los concentrados en la Puerta del Sol de Madrid en contra de los separatistas catalanes habrían resultado anecdóticos si no fuera porque representan cabalmente no a los defensores del régimen del 78, sino a los nostálgicos del régimen que le precedió. ¿Cuánto importan los nostálgicos del franquismo? A tenor del tiempo transcurrido desde 1975 deberían importar muy poco… si no fuera porque el PSOE y el PP se han mostrado incapaces para romper definitivamente con el franquismo en los años que ha durado el régimen de 1978. En contra de semejante lastre, el peso del independentismo expresa los deseos de ruptura con un régimen español corrupto y contrario a las libertades de los pueblos. Se trata de una demanda democrática que no es posible ignorar.
Hubo una derecha en España —y la sigue habiendo en algunos lugares de Europa— con inquietudes sociales, pero en España parece haber triunfado una peculiar coalición de ultra nacionalistas partidarios de la discriminación social y de ultra liberales partidarios de la austeridad fiscal. El resultado de esta constelación sólo puede ser el del desmantelamiento del Sozialstaat. La razón que da cuenta de lo ineluctable de ese desenlace es que es más fácil forjar coaliciones basadas en intereses que coaliciones basadas en principios. Es sabido que la derecha española nunca reconoce su adscripción a la derecha, lo que posibilita que, en España, los sectores más reaccionarios y fanáticos de los nostálgicos del franquismo estén todos integrados en el PP en el que cohabitan con liberales y democristianos. Al menos, hasta el momento. Esa es también la razón por la que Vox y C’s están obligados a competir en ese terreno (españolismo, anticatalanismo…) con el PP. Vox es, por el momento, irrelevante, mientras que C’s pone sólo un interrogante: ¿dónde acabará por depositar su lealtad el franquismo y el voto de extrema derecha? ¿Emigrará a C’s o se quedará en un PP convertido en el verdadero partido nacional español?
El drama es, sin embargo, que el terreno para la proliferación del ultranacionalismo de derecha ha sido abonado por el PSOE que tuvo 21 años el gobierno y podría haber resarcido a los damnificados de la dictadura y aplicado la receta federalista que podría haber desactivado las reivindicaciones soberanistas. No lo hizo, y probablemente también a causa de ello es cada día más obvio que España no es una nación sino varias.
Desde que el PSOE fue desalojado del poder en 1996, los gobiernos del PP se las arreglaron para defender la agenda anti-memoria histórica del franquismo sociológico encubriendo su vergonzosa oposición a la exhumación de los más de 100.000 desaparecidos durante la posguerra bajo la excusa de la eficiencia económica (no hay presupuesto) o peor aún bajo del argumento idiota de que no es posible vivir sin olvidar («no reabramos las viejas heridas», «hay que pasar página», «no se puede cambiar el pasado», etc.). Una prueba de que la extrema derecha española ha cabido hasta ahora toda ella dentro del PP es la forma sectaria en la que el PP ha reaccionado frente a la demanda humanitaria de la localización y exhumación de los más de cien mil detenidos- desaparecidos de la dictadura hasta los años cincuenta: «una cosa es que encuentren a sus familiares —nos dicen— y otra muy diferente es querer alimentar el rencor y el revanchismo con ello». El PP no puede tener amigos ni aliados mientras que represente a una derecha extremista y fanática que sólo reconoce —como el Tea Party americano— el extremismo en sus adversarios.
La actual crisis del PSOE se encuentra inextricablemente unida al hecho de que PP no ha podido o no ha querido en todos estos años romper con el pasado franquista del régimen del 78. Puede que no en brazos de cualquier otra derecha europea, pero en brazos de la derecha española el PSOE habría firmado su sentencia de muerte. En brazos de la izquierda, el PSOE tampoco lo tiene fácil, pero tiene alguna posibilidad. Es posible que su actual dirección, esa banda de pijos arribistas que fue nombrada por la vieja guardia formada por la dirección de Suresnes y los llamados barones, tenga que dar paso a otra nueva.
Mientras descubrimos la verdadera razón por la que el PP es un partido tóxico incapaz de forjar ninguna coalición con fuerza alguna ajena a sus propias filas, haríamos bien en recordar que no fue un atentado terrorista el acontecimiento que se empleó como coartada para que España aprobase su particular versión de la en otras latitudes llamada War on Terror Legislation: no hizo falta coartada alguna. Después del mayor atentado terrorista de la historia de España, el 11-M de 2004, la legislación antiterrorista y de orden público quedó intacta. Ha sido reformada por la derecha una década después. El trasfondo de aquel vergonzoso recorte de las libertades públicas, que en España se conoce como Ley Mordaza, no fue la actividad armada de los nacionalistas vascos ni de los yihadistas árabes, sino la lucha social entre las víctimas del terrorismo financiero e inmobiliario y los sinvergüenzas que las desahuciaban de sus casas.
Tal vez por ello nos convendría no olvidar que, al menos desde Núremberg, no es posible, a ambos lados del atlántico, ser demócrata sin ser antifascista. ¿Es España una excepción? Parece que sí: en España no ha habido una auténtica ruptura con la herencia totalitaria del fascismo. De ahí vienen muchos de los déficit democráticos que los españoles padecen con mayor crudeza, aunque parece también que con menor conciencia, que el resto de sus conciudadanos europeos y americanos.
Bases y dirigentes tienen muy buenas razones para seguir diciendo no; para no sucumbir a los cantos de sirena de los que anuncian toda clase de catástrofes si España sigue sin gobierno. Hay otras posibilidades, y los que con tanta insistencia exigen la abstención de otros deberían mirar si no habría sido la suya mucho más útil para esa nación a la que tanto dicen amar. Es verdad que diciendo no al PP, el PSOE quedará abocado a luchar por el espacio político que siempre ha tenido en régimen de monopolio desde 1982 y ahora le disputan. Ahí están todas sus posibilidades. Quienes se empeñan en que el PSOE habite el mismo espacio que el PP, deberían dejar al PSOE en paz, antes de que su débil dirección actual y el resto de sus militantes se marchen a buscar algún otro lugar más cálido.
[…] corrupción, como es el PP, solo facilitar su Gobierno ha resultado ser letal, como anticipábamos aquí mismo el pasado mes de septiembre . Si las fuerzas oscuras del PSOE no consiguen domesticar a Pedro […]