DE LA BURBUJA INMOBILIARIA A GALAPAGAR

De la Burbuja Inmobiliaria a Galapagar

Leo Moscoso


Hace años ya, cuando empecé a tener la vista cansada, la madre de mi compañera me regaló unas lentes graduadas con la montura de un conocido diseñador italiano. Poco después de empezar a usarlas, un necio de extrema derecha dijo en público que, siendo yo un rojo, no debía llevar puestas unas gafas tan caras.

Era el argumento empleado habitualmente por la derecha más cerril; el mismo que reza que ningún sindicalista puede llevar un buen reloj en la muñeca. Frente a él, los rojos siempre habíamos dicho que los objetivos de nuestra crítica al capitalismo eran la producción (por estar organizada sobre la base de la explotación del hombre por el hombre), y la distribución (por estar basada en la desigualdad rampante). Sobre el consumo, habíamos guardado un discreto silencio que en la práctica venía a respaldar el argumento liberal según el cual cada uno se gasta su dinero en lo que estima conveniente.

Al menos, mientras el gasto es consumo y no inversión. Así, por ejemplo, sería inaceptable que un señor de izquierdas invirtiera en patrimonio inmobiliario para poder después vivir del trabajo de quienes están obligados a pagarle rentas de alquiler por vivir en alguna de sus propiedades, pero no sería inaceptable que alguien con ideas de izquierda gastase su dinero en unas gafas italianas… o en comprar una vivienda en la que va a vivir.

Lo demás es sugerir que quienes tenemos ideas progresistas y cierto compromiso con la justicia social estamos obligados a una austeridad, frugalidad y esfuerzo filantrópico que, en cambio, no exigiríamos a quienes defienden abiertamente que el capitalismo es el mejor de los mundos posibles: «como estoy a favor del libre mercado, me puedo permitir el lujo de ser un sinvergüenza; tú, en cambio, que tienes ideas izquierdistas, no puedes: estás obligado no sólo a ser honesto, sino también a ser pobre». O sea, los principios para los idealistas de izquierda; para los demás, «¡es el mercado, amigos!», lo que esencialmente quiere decir que, si alguien sale perjudicado, ello no ha sido por culpa de los últimos que salieron corriendo con la pasta.

El argumento es tan zafio que produce sonrojo. Lo curioso es que parecen respaldarlo por igual los integristas del dinero y los fundamentalistas de la moral proletaria. No mencionaré que el propio Marx, como sabemos gracias a su correspondencia privada, en medio de sus innumerables penurias domésticas, con frecuencia abominaba de su propia pobreza, y en cuanto pudo salió de su cochambroso apartamento de Grafton Terrace para mudarse al número 1 de Maitland Park Road. Dejaré también de lado la cuestión de que, si le hubiéramos aplicado a Friedrich Engels —que era el rico heredero de un propietario de telares en Manchester, y cuyas rentas sirvieron, inter alia, para sostener a la numerosa familia de Karl Marx— el “estricto” código de decencia propugnado por la ultraderecha carpetovetónica, aquel no habría llegado nunca a desempeñar el papel que desempeñó en la organización del movimiento obrero alemán y europeo. Puede que Marx y Engels fueran unos radicales, pero desde luego hay una enorme diferencia entre ser un radical y ser un integrista. Llamemos radical al que busca ir a la raíz de las cosas, y en seguida descubriremos que integrista es aquel que, en lugar de ir a la raíz, busca verlo todo desde una única perspectiva que él mismo ha convertido en absoluta. Integristas los hay de la religión, del dinero… y también están los de las esencias de la moral proletaria.

El Problema de la Vivienda.

Más interesante es tal vez el hecho de que la cruzada moral del proletariado pierde de vista las incoherencias que sí deberían estar en el centro del debate político: incoherencia no es que el sr. Guindos se compre un ático con el propósito que sea; incoherencia es poner al frente de la economía española al responsable de la quiebra de uno de los bancos que alimentaron la burbuja financiera internacional. Incoherencia no es que dos dirigentes de Podemos compren una vivienda; incoherencia es que quienes han votado más de una decena de veces en el Congreso de los Diputados en contra de la reforma de la draconiana Ley Hipotecaria española vigente desde 1909, o que quienes se opusieron a la Iniciativa Legislativa Popular promovida por la PAH digan que los dirigentes de Podemos son incoherentes. Sabemos que todo el que quiere gobernar para los pobres es y será perseguido, pero los dirigentes y militantes de Podemos deberían —en lugar de hablar sobre la nueva residencia de la parejita de sus dirigentes— tener el dedo puesto sobre esas otras incoherencias.

Tendríamos que escrutar en qué se gastan los políticos el dinero público, no en qué gastan su dinero privado y tendríamos que recordarles a algunos políticos que, cuando les hemos hecho escraches, no les señalábamos por sus propiedades o las viviendas en las que residían sino porque se negaban a legislar en favor de la gente. Lo que hacen falta son viviendas sociales que impidan a los propietarios privados operar en el mercado con un vector falso de precios, políticas públicas de vivienda, a ser posible más ambiciosas que las de los gobiernos municipales de Barcelona, Madrid y Valencia, contra los especuladores, y no una discusión sobre si el estilo de vida de la parejita Iglesias-Montero es lo suficientemente «obrero». ¿Quién expide aquí las credenciales de proletario?, ¿desde qué oficina de Cádiz se convalidan los estilos de vida de los militantes y dirigentes de Podemos? Querer determinar, en una sociedad que no ha abolido el mercado, cómo deberían ser las viviendas de los militantes y dirigentes de Podemos no deja de ser una pulsión totalitaria.

Por varios motivos, primero, porque es un poco necio estar en contra de la democracia representativa para luego ponernos exquisitos con el life-style de nuestros representantes. Dicen algunos que es una cuestión de credibilidad: ¿deben los representantes parecerse a sus representados? A mí me parece que lo que verdaderamente importa es que el representante sea una eficaz herramienta de traducción de las demandas populares al lenguaje de la política institucional. La izquierda nunca ha necesitado que sus representantes emulen la pobreza de aquellos a los que quieren representar, ni los pobres de izquierda hemos necesitado nunca que nuestros representantes fueran igual de pobres que nosotros. Sobre Iglesias, en particular, creo que el tipo es menos listo de lo que él se cree, y que está menos preparado de lo que dicen sus aduladores. A decir verdad, puede que ni siquiera me caiga bien, y tampoco creo que se me parezca en absoluto. Para empezar, tiene más dinero que yo. Sin embargo, ciertamente me representa. ¿Saben ustedes por qué? Porque ni Montero ni Iglesias serían capaces de votar —como sí lo hizo el grupo parlamentario del PSOE en 2011— en contra de la ILP de la PAH.

Pero hay una segunda razón, que nos obliga a mirar al pasado. Los historiadores han empezado a reconocer que en la España de la segunda mitad de los años treinta se verificó una colosal transferencia de las propiedades inmobiliarias urbanas de la población leal a la II República que fue asesinada, encarcelada, exiliada o represaliada; activos inmovilizados que fueron a parar a manos de una nueva clase de propietarios urbanos afectos al régimen golpista, y con los que el régimen selló un pacto sancionado por la Ley de Arrendamientos Urbanos del franquismo (1964) que se mantuvo en vigor hasta los años setenta: la nueva casta de propietarios consolidarían sus propiedades pero, a cambio, habría protección para los inquilinos. Fue la erosión de las rentas de los arrendadores la que produjo un fuerte movimiento de venta de inmuebles residenciales que en muchos casos fueron adquiridos por sus antiguos inquilinos, lo que —unido a los varios éxodos rurales de la época— debilitó notablemente el mercado del alquiler en España. Convendrá recordar que la dictadura agonizaba en los setenta en medio de un escándalo de corrupción inmobiliaria de dimensiones colosales (SOFICO), y que una década después de su final, a mediados de los años ochenta, a los jóvenes de entonces ya nos resultaba difícil acceder al mercado del alquiler en las grandes ciudades.

El conocido como Decreto Boyer de liberalización del mercado del alquiler en 1985 no sirvió para aumentar la oferta residencial, sino para que los propietarios que tenían inquilinos con rentas antiguas comenzaran a acosarlos para incrementar sus rentas y, eventualmente, para poder vender sus pisos sin que los inquilinos pudieran ejercer sus derechos de tanteo y retracto. No hay que venirse hasta la burbuja inmobiliaria de 1998-2008 para encontrar un mercado de alquiler escaso y caro con precios que, ya entonces, sobrepasaban en dos y hasta en tres veces el salario mínimo interprofesional.

Como era esperable de la mediocre clase política que tenemos, la situación, desde entonces, no ha hecho más que empeorar. En un mercado dominado por una casta de caseros agresivos, chulos y roñosos que acosaban impunemente a sus inquilinos era lógico que la gente optase por endeudarse con la banca para proteger sus hogares de la voracidad y los caprichos de una clase de propietarios, herederos del franquismo, que en los años ochenta ya habían aprendido las lecciones elementales del mobbing inmobiliario y la especulación con sus propiedades en las grandes ciudades. La ocasión la pintaron calva cuando la generación del baby-boom empezó a formar familias y a buscar seriamente algo más estable que un piso de estudiantes para vivir. Entonces se originó la gran estafa piramidal de las hipotecas cuyas consecuencias en términos de sobreendeudamiento privado y depresión del consumo doméstico aún seguirá sufriendo la economía española durante un largo tiempo.

La de arriba es la historia que ostentosamente ignora la legión de treintañeros políticamente analfabetos que creen haber descubierto ayer por la tarde la burbuja del alquiler en Madrid, Barcelona o Palma de Mallorca. Digámoslo de una vez: no formaban parte de ninguna casta los que tuvieron que hipotecarse y dejarse extorsionar con cláusulas suelo o pólizas de seguros abusivas por parte de unos banqueros que sabían que los suscriptores de sus hipotecas estaban acorralados entre una clase de caseros especuladores y unos poderes públicos que manifiestamente habían optado por abdicar de la tutela de los derechos de sus ciudadanos. Eso —olvidarse de tutelar el § 47 de la constitución de 1978— es lo que iba a suceder en el mejor de los casos. En el peor de ellos, tendríamos al PSOE legislando en 2008 para agilizar los desahucios, o al PP reformando la Ley de Arrendamientos Urbanos en 2014 para que los alquileres pudieran tener plazos de extinción inferiores a cinco años.

Podemos y el Nuevo Moralismo Político.

La mayoría de los dirigentes de Podemos ignoran estos hechos, y no descarto que los ignoren incluso Pablo Iglesias e Irene Montero. De lo contrario, no se explica su extraño modo de proceder. Alguien habría tenido que decir que endeudarse con los usureros es lo que hacen los pobres cuando han perdido en la lucha de clases. Iglesias podría haber dicho que suscribir una hipoteca no convierte a nadie en casta, sino que más bien nos convierte en casta el tener a nuestro alcance la posibilidad de no suscribirla. La arrogancia de tanto treintañero mal preparado asentando sus reales sobre una montaña de errores históricos pendientes de corregir se detecta en la facilidad con la que nos hemos deslizado hacia el cesarismo plebiscitario que, en lugar de corregir los errores individuales, busca socializarlos. Y error a buen seguro que había: pero no estaba en suscribir una hipoteca con dinero no robado; el error era que, si todos los hombres y las mujeres quisiéramos vivir como Pablo e Irene, probablemente necesitaríamos dos planetas y medio para sostener el consumo de agua y energía que se precisa para que ese modelo de hábitat sea viable.

En cambio, no se habla de eso, sino de si los militantes aprueban o no la conducta de sus camaradas, brindando así a los dirigentes una coartada inestimable originada en una práctica plebiscitaria limítrofe con algunos de los peores ejemplos de culto a la personalidad. Como dijo recientemente un editorial de la revista Ctxt: “No se crean tan importantes. Si los militantes están en desacuerdo con su conducta ya lo dirán en el próximo Congreso de Podemos. Y si los 5 millones de votantes lo rechazan, lo dirán en las urnas”. Y hay desfachatez, tenemos que reconocerlo, en hacer de ello una cuestión central, cuando en España hay presos políticos, el gobierno llama «huidos de la justicia» a políticos que han debido fijar su residencia en el exterior sin haber sido ni procesados ni condenados, y una banda organizada de jueces zelotes y politizados envía a la cárcel a la gente por las cosas que escriben o cantan.

Contábamos, por supuesto, con que el periodismo amarillo y carroñero estaría interesado en que hablemos de Galapagar: es más fácil juzgar a un dirigente por sus supuestas contradicciones morales que por la sensatez de sus propuestas más técnicas.  Pero si los pantuflos supieran que Podemos no ha entendido por qué millones de personas que no eran casta fueron empujadas a suscribir hipotecas impagables durante la década que va de 1998 a 2008, entonces no hablarían tanto de la casita de los Montero-Iglesias.

Muchas cosas personales son políticas. Obtener una plusvalía de la venta de una vivienda pública protegida lo es porque es corrupción, y también es político practicar formas de consumo que son insostenibles. Ahora bien, reconociendo el poder de la política para determinar sus propios límites desde dentro, es preciso afirmar que no todas lo son: beber Coca-cola no lo es, y usar unas gafas italianas tampoco.  Si sostenemos, en cambio, que todo lo privado es político, entonces no hay derecho a la intimidad.

Tal vez de ahí derive la razón por la que la moral privada no puede —salvo en las sociedades puritanas colonizadas por alguna cruzada moral— formar parte del debate público. A los del PP no se les hacían escraches por dónde vivían, sino por defender los intereses de los terroristas financieros que desahuciaban a la gente de sus casas. Desde que Aristóteles descubrió que con frecuencia los malos esposos son buenos ciudadanos, siempre hemos creído que las virtudes republicanas estaban separadas de las virtudes de la vida privada. Si en privado hay una conducta que es penalmente sancionable, ahí está el código penal para ello. Corrupción es otra cosa: corrupción es obtener ventajas políticas empleando la palanca del poder económico privado o, al revés, obtener ventajas económicas privadas empleando la palanca del poder político. Obtener un título universitario porque se encabeza un gobierno regional es corrupción; conseguir un contrato público, o que el gobierno legisle a favor de mis intereses financiando al partido que lo apoya es corrupción. Pero no lo es ser de izquierdas y beber Coca-cola, ni ser rojo y llevar unas gafas italianas. Ni siquiera es corrupción (a menos que seas el concejal de tráfico) ser un cargo público y saltarse un stop, o (a menos que seas el concejal de hacienda) ser político y hacer mal la liquidación del IRPF.

Hipocresía y Post-política.

¿Post-política? Algunos querrían verlo así. Pero no es la post-política. Es más bien la inclinación —presente en todo sistema de poder— hacia el estado totalitario. Sólo podremos librarnos de esa amenaza reconociendo que las contradicciones de Irene y de Pablo son un asunto privado, y que ello en modo alguno desautoriza las ideas que en su momento defendieron. Es verdad que no se puede hacer política con los ojos puestos en objetivos moralizantes. Cuando muchos militantes y simpatizantes de la izquierda decimos que la moral es un asunto privado, lo que queremos decir es que preferimos, como Maquiavelo, al político moral que al moralista político. Que preferimos la moral política a la cruzada moral porque entendemos que la moral debe ser una premisa de la acción política, pero nunca su objetivo. La cruzada moral es, además, la antesala del totalitarismo. Nos importa la verdad, ciertamente, pero en modo alguno queremos imponer a nadie un régimen de verdad.

Y nosotros, los rojos, no criticamos el sistema capitalista sólo porque sea inmoral. Sabemos que no es inmoral para todos. Sabemos que tampoco la naturaleza es moral y nada tenemos contra ella. Lo criticamos porque —además de injusto— es ineficiente y conduce a la destrucción de la vida humana. Eso es lo que no nos perdonan. Ciertamente, nos molestan los falsos devotos y los complacientes que miran para otro lado, los que no creen en lo que hacen tanto como los que no hacen lo que creen. Detestamos a los Tartufos y a los Orgones. Pero la hipocresía es un asunto privado. La ultraderecha más zafia e ignorante cree que un sindicalista no puede llevar un Rolex, porque «entienden» que el socialismo promete hacernos pobres a todos y, en consecuencia, creen que los dirigentes de la izquierda deberían ser los primeros en predicar con el ejemplo. No conciben que alguien con capacidad de compra pueda ser el legítimo representante de quien no la tiene porque no conciben que el poseedor pueda ponerse del lado de los desposeídos.

Que la hipocresía sea un asunto privado, no nos puede impedir reconocer la relevancia pública de la coherencia. Es más: que la hipocresía sea un asunto privado, no nos puede impedir reconocer que la política contemporánea se base en una guerra interminable entre posiciones cuyo único objetivo táctico es el de desenmascarar la hipocresía (es decir, la falta de coherencia) del oponente. Ahora bien, el razonamiento de la derecha pro-capitalista más cerril es de una simpleza que pone los pelos de punta: una actriz roja no puede subirse al escenario de una gala con un vestido caro y clamar contra las injusticias: “si tanto le preocupan los desahuciados que venda sus joyas” —le dicen. A eso lo llaman coherencia cuando lo que buscan es en realidad una coartada detrás de la que ocultar su falta de compromiso con la justicia. ¿Qué hay ahí detrás? Si se aplican a ellos mismos sus propias máximas, en seguida aflora esto: que ellos no venden sus posesiones porque, en realidad, la situación —aunque sea de escandalosa desigualdad— no les parece injusta. O si les parece injusto, en todo caso, creen que no es posible hacer nada (su moral tiene mucho que ver con cómo ellos creen que es el mundo y lo que consideran que pueden hacer en él), que esto es la jungla, y que es mejor mirar para otro lado. No seamos negativos, dicen: los dramas personales suceden en cualquier circunstancia. A nosotros, en cambio, no nos molesta que un sindicalista lleve un Rolex, pero sí que en una sociedad con tasas escandalosas de desempleo no haya ningún trabajador desempleado entre los miembros de un grupo parlamentario de la izquierda. O que sus órganos directivos estén llenos de rentistas con abultados patrimonios, o de niños pijos que pueden vivir del dinero sucio de sus padres. Es ahí donde deberíamos mirar. No a Galapagar.

 

 

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