Cuarentones enamorados
Una oda a la crisis de los cuarenta
Anónimo
Parecen tener un atractivo especial. Maduritos interesantes con pintas de modernos apoyados en las barras de los bares, charlando con sus amigos sobre sus vidas tan interesantes de persona con trabajo molón y acumulación de experiencia. Ahí están siempre, eligiendo ginebra y hablando de sus futuros viajes, de sus aventuras pasadas o de sus hobbies presentes.
Irradian confianza, serenidad, lascivia, canas. Y te hipnotizan. Cada cana es una anécdota, cada arruga un sentimiento frustrado, y cada año… un aliciente.
El ligoteo tontorrón, de quinceañero que ya se sabe el juego, finaliza en un coqueto pisito de soltero empedernido, en el centro de la city, con un polvo —si sólo uno— más o menos mediocre. A veces pasable, a veces bueno. Otras, infumable.
Si creías que su corazón está tejido con una dura cota de malla que les hace impenetrables a los intentos de conquista, o si creías que les envuelve un aura ruda de miedo al compromiso y amor a la libertad, no podrías estar más equivocada. Detrás de esas cabezas pelonas y esos pechos peludos no hay más que hombres buscando, como puedan, aferrarse a una pareja con la que compartir bolsa de la colada y rollo de papel higiénico.
Así que todo podría acabar ahí, pero no. Lo que podría quedar como una hermosa historia de una noche, que se mantiene por una amistad que propicia encuentros ocasionalmente privados, pasa a convertirse en una relación pura y dura antes de que tú quieras darte cuenta.
Pioneros en el uso de los ordenadores y nostálgicos del spectrum, las redes sociales no suponen ningún obstáculo para ellos. Vamos, que las tienen dominadas. Y no tardarán en hacértelo saber mediante mensajes de Facebook, invitaciones a eventos, audios de WhatsApp, menciones en Twitter o lo que sea. Te envían una carta como te hacen un Flickr con fotos tuyas.
Y mira tú, rodeada de atención, estás encantada, como la buena boba que eres. Al menos la primera semana, hasta que te aburra. Que lo hará.
Llega el día en que te descubres cuarentonizada, arrojada fuera de tu dinámica salsera y juvenil y sumergida en una movida hipster-moderna (pero con experiencia, ya tu sabeh) resumible con la frase «vamos a ver el ballet». O baile contemporáneo, o la soplapollez de turno.
La técnica de acoso y derribo, de sobrecarga de mensajes, de gestos románticos y cacafutis varias, dan la vuelta al torno y te descubres como la interesante, objeto de envidia, lascivia y adoración; y a él como objeto pasivo de un deseo cada vez más apagado y hastiante.
Todos ellos niegan pasar por la Gran Crisis, que por todos es conocida como la temible «crisis de los cuarenta». No sólo eso, si no que afirman que cada vez se sienten más jóvenes y joviales: «Si algo he aprendido es que partir de los 30 es cuando mejor te conoces, en todos los sentidos». Guiño, guiño.
Mientras se han hecho runners, suben sus almuerzos al Instagram, sobrecargan el Twitter de hashtags y se tiran a muchachitas veinte años menores. ¡Pero de crisis de los cuarenta nada, eh!
El cuarentón, ya destinado a la soledad —aunque se resista a ello— reúne una serie de cualidades que lo hacen enternecedor. Su afán por parecer siempre jóvenes, para permanecer en un mercado en el que la media de edad cada vez les es más lejana, y su puerilidad en las formas les convierten en seres entrañables de los bares más hipster de la ciudad a los que recurrimos periódicamente para recargar la autoestima mientras tomamos un gin-tonic con bayas de endrino, y a los que llevamos, con cariño, en nuestro corazón de veinteañeras malévolas.